Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre
le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse
con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni
tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos para él, y, aunque se le
diga en la propia cara: “¡Usted es un hipócrita!” es imposible hacerle
abandonar su estudiada posición de ecuanimidad.
Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da
palmaditas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse
perdonar la alegría con que los agasaja.
Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo
gelatinoso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.
No por lo que dice, sino por lo que oculta.
Obsérvelo.
Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus
prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o
corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.
Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:
-¡Qué macanudo “fiacún” es usted! Lo envidio, Jefe…
En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El
fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de
los brazos, lo mira dulcemente y exclama:
-¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa
magnífica corbata? Hombre dichoso.
Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo
localiza su obsesión y exclama, casi indignado:
-¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo!
Enfermo estoy yo.
E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que
usted casi lo mira con terror… y contento de hallarse doliente de una
sola enfermedad.
Se me dirá: “Son características de individuo
enfermo, débil”.
Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta,
inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede
ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El monstruo
no reaccionará.
Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece.
Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo
desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo
perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume,
caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante
usted, exclamando:
-¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado!
Sinvergüenza, no hay derecho a ser tan elegante.
Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo “lomea” y
después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
-¡Qué gracioso es usted!… ¡Qué bárbaro!…
Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que
le sube desde el vientre hasta la nuca.
Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen,
rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie,
tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que extrae
de su estómago.
Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en
la seguridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.
Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga
tiempo de disculparse, él le dirá:
-Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja,
ja! ¡Qué rico tipo!
Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a
las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se encuentra.
Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de
elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí
tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos
beatíficamente cruzadas sobre el pecho.
No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradicciones
inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversario y
dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.
Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los
jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí
mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal
extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la
tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.
Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía
terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más
profundidades que las que tiene el mar.
Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco
enojado? ¿O tramando una venganza?
“La procesión va por dentro.” Exteriormente sonríe como un
ídolo chino, eternamente.
¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No
me lo imagino… puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que
siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo
se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esperpento sobre la
tierra: el hipócrita.
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