El que siempre da la razón, Roberto Alrt

Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condoler­se con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos pa­ra él, y, aunque se le diga en la propia cara: “¡Usted es un hipócri­ta!” es imposible hacerle abandonar su estudiada posición de ecuani­midad.

Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmadi­tas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los agasaja.

Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelati­noso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.

No por lo que dice, sino por lo que oculta.

Obsérvelo.

Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.

Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:

-¡Qué macanudo “fiacún” es usted! Lo envidio, Jefe…

En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira dulcemente y exclama:

-¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa mag­nífica corbata? Hombre dichoso.

Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo lo­caliza su obsesión y exclama, casi indignado:

-¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.

E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con terror… y contento de hallarse doliente de una sola en­fermedad.

Se me dirá: “Son características de individuo enfermo, débil”.

Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El mons­truo no reaccionará.

Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted, excla­mando:

-¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinver­güenza, no hay derecho a ser tan elegante.

Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo “lomea” y después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:

-¡Qué gracioso es usted!… ¡Qué bárbaro!…

Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre hasta la nuca.

Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza

con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estó­mago.

Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la segu­ridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.

Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le dirá:

-Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!

Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se en­cuentra. Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.

No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradic­ciones inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversa­rio y dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.

Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.

Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profun­didades que las que tiene el mar.

Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?

“La procesión va por dentro.” Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.

¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino… puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esper­pento sobre la tierra: el hipócrita.


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