Algunas
historias son fáciles de contar. Otras no. Como si fuesen demasiado complejas,
huidizas, inabarcables. La que en estas páginas me empeño en narrar pertenece a
estas últimas.
Como casi
todas las historias nace a partir de una única imagen, cargada de sentido. Esa
imagen primera, esa que me subyuga al punto de querer contarla es ésta: en una
tribuna baja, una tribuna de tablones de madera, en la que, salteados aquí y
allá, hay unos cuantos espectadores, un hombre mayor, un viejo, se pone de pie.
Claro:
escrito así no dice casi nada. No explica quién es el viejo, ni qué es lo que
lo conduce a incorporarse del tablón en el que está sentado, ni por qué es
importante que lo haga, eso de levantarse con los ojos absortos clavados en la
cancha, con los ojos absortos y húmedos.
La
historia debe explicar todo eso, o de lo contrario conduce a un callejón sin
salida en el que no dice nada. Y no hay peor destino para una historia. El
problema radica precisamente en el modo de juntar esa imagen, la del viejo
alzándose desde la grada, con las otras imágenes que deben encadenarse con ella
para formar una trama y que haya cuento. Ni más ni menos.
El primer
obstáculo con el que me topo es decidir quién contará la historia, o sea, la
dichosa cuestión de la voz del narrador. ¿Quién relatará los sucesos que
conducen al viejo y a esa acción final del viejo? Podría contarlos el propio
anciano, porque hay asuntos, algunos muy importantes, de los que le dan sentido
a esta historia, que sólo él conoce. Pero el desenlace de la historia tiene que
ver con el asombro, con la sorpresa infinita del viejo, y entonces ese hombre
no puede narrar su propio asombro. Porque al asombro no le quedan bien las
palabras. Casi me atrevería a decir que es al contrario. El asombro aparece
cuando se retiran las palabras. Como la marea, o como el reflujo de una ola,
que al bajar deja la arena lisa sin otra cosa que ella misma, sin nada más que
la arena lisa. Claro que en algún momento, más tarde o más temprano, las
palabras vuelven. Y cuando eso sucede el asombro ha terminado. Cuando somos
capaces de encontrar explicaciones, o por lo menos de buscarlas echando mano a
las palabras, ya no estamos asombrados. Podemos estar conmovidos, felices o
dañados, pero ya no asombrados.
Por eso
el viejo que se pone de pie en la tribuna —agreguemos que lo hace bajo un cielo
gris, un cielo de siesta de sábado de mayo—, aunque sabe —y porque sabe puede
ponerle palabras a buena parte de la historia—, no puede hacerse cargo del
final, porque ese final lo deja sin palabras.
Ninguno
de los otros personajes sabe tanto de esta historia como el viejo, y si hay
cosas que hasta el mismo viejo ignora, no me queda más que acudir a un narrador
omnisciente. Que como van las cosas vengo a ser yo mismo, metido a tal. Y en
general no me agradan gran cosa los narradores omniscientes, sobre todo en las
historias cuyo desenlace guarda al menos una módica dosis de sorpresa. No me
cae bien alguien que al mismo tiempo me cuenta y me esconde, me dice y me
engatusa, hasta que a último momento se sincera. Un desencanto parecido al de
los trucos de magia: un navegar fallido entre las dos aguas de la verdad y de
la inocencia.
Otra
cuestión espinosa es la del manejo de los tiempos. También con eso me encuentro
en un apuro. Se supone que un cuento transcurre en un lapso no demasiado
prolongado. No es bueno que la trama abarque un período demasiado extenso, o
que abuse de los saltos temporales. Pero esta historia requiere esos recursos
del ir y del venir y del detenerse en varias estaciones intermedias. No es que
la trama carezca de un tiempo presente. Tiene un presente: efímero, pero lo
tiene. Es el del anciano, en el exacto momento en que se pone de pie. Pero son
varios los pasados que le dan origen y sentido a ese breve presente. Si esos
pasados no están, no tengo idea de cómo suplirlos. Y si no puedo acudir a
ellos, esto que estoy escribiendo es cada vez menos un cuento y es cada vez más
otra cosa que en el fondo no sé lo que es.
Con los
personajes el aprieto no es tan grave, y si los cánones del cuento clásico
establecen que los personajes deben ser pocos esta historia acepta bien esa
limitación. Los personajes principales son dos: el viejo en la tribuna y un
muchacho que juega al fútbol, al otro lado del alambrado. Hay varios ausentes.
Varios que han sido pero que ya no son. Unos cuantos fantasmas que sueldan esos
pasados dispersos, lejanos y cercanos y necesarios a la trama, con el presente
del sábado a la tarde en el momento en que el viejo se pone de pie.
Del viejo
pueden decirse unas cuantas cosas. Unas cuantas más de las que pueden decirse
del muchacho. Por algo el viejo es el núcleo sobre el que debería descansar el
relato, si se me desanudan las manos y las ideas y consigo a fin de cuantas
escribirlo. Él, el viejo, es el paño sobre el que se cruzan los hilos cosidos
por diferentes destinos.
Empecemos
diciendo que el viejo ese que escruta la cancha con el ceño fruncido —porque
aunque está nublado se trata de un nublado claro y desvaído, de frío más que de
lluvia, un nublado con reflejo de sol que le fatiga la vista—, carga sobre sus
hombros una historia dolorosa. Iba a agregar, después del calificativo
«dolorosa» y de una coma, «como todos los hombres, o por lo menos como todos
los viejos». Pero ahora no estoy del todo seguro de esa sentencia. ¿Por qué iba
a escribirla? ¿Por qué me arrepentí? Supongo que me resulta torpemente
tranquilizador suponer que el dolor es algo que se reparte con criterio más o
menos igualitario, y que cada ser humano se lleva una dosis más o menos
equivalente. Que unos sufren primero y que otros sufren después, pero que a fin
de cuentas a todos nos corresponde sufrir más o menos lo mismo. Aunque sea una
idea torpe, supongo que la prefiero porque su contraria es inquietante: pensar
que estamos destinados a sufrir mucho más que nuestros semejantes, que puede
tocarnos precisamente a nosotros la peor parte en una distribución azarosa y
desigual de tragedias, es un principio angustiante. Suponer que existen personas
particularmente señaladas por el dolor suena a injusto, a abusivo, a
caprichoso. Y debe ser así, salvo que alguien nos venga con la novedad de que
el mundo es un sitio justo, equilibrado y ecuánime.
De todos
modos mi divagación no hace al caso. Baste asentar aquí que este viejo, el de
la historia, el que está sentado en el vigésimo tablón de una grada que en
total tiene menos de treinta, el que todavía ignora que terminará por ponerse
súbitamente de pie, ha sufrido mucho; y «mucho» significa aquí que le ha tocado
atravesar la pena sin nombre de perder a un hijo. Muchos hombres viven y mueren
sin que les ocurra eso. Este viejo, no. Este viejo ha sido atravesado por ese
dolor horrendo y particular. También por otros, pero fundamentalmente por ése.
Eso no
significa que el anciano viva recordando su dolor: ése o los otros. Tiene
recuerdos tenebrosos, pero no son los únicos que tiene. También tiene numerosos
recuerdos bellos y plácidos. Y a veces evoca esos recuerdos y no los otros. Y a
veces no recuerda ninguno, porque su mente está ocupada con cosas sencillas y
triviales, de esas que pueblan las compañías y las soledades.
Es muy
posible que este sábado en que lo tenemos al viejo sentado en la tribuna
pertenezca a esa categoría de días simples y corrientes. Y en la sencillez hay
sitio para placeres igual de sencillos. Ese partido, por ejemplo, que el viejo
disfruta desde la grada. Un partido entre muchachos que todavía no tienen edad
de profesionales. No sólo les falta edad de tales, puede pensar el viejo, mientras
mira. El viejo sabe de fútbol, y sabe detectar el talento, las condiciones, la
predisposición. Y también sabe advertir su ausencia. Por eso para el viejo es
evidente que muchos de esos chicos que juegan un preliminar, mientras la gente
llega de a poco y sin apuro para ver un partido de la Liga Regional, no se
convertirán jamás en profesionales. Terminarán trabajando en las chacras o en
el pueblo, pero no podrán vivir del fútbol. Los mejores se darán el gusto de
jugar en la propia Liga, y cumplirán el sueño de jugar por algo, y hacerlo en
una cancha con tribunas y una hinchada, escuálida pero animosa, y eso será
todo.
Muy
excepcionalmente alguno escapará a esa medianía y logrará convertirse en
jugador profesional. No lo conseguirá allí, claro. No en ese pueblo. Para
lograrlo deberá irse a alguna ciudad con las espaldas suficientes como para
aguantar un equipo en el Nacional, o en el Torneo Argentino con aspiraciones de
ascender. Estará ausente unos años. La gente del pueblo, mientras dure su
ausencia, buscará su nombre en la página del suplemento de deportes del diario
del domingo. Y en algún momento volverá a casa, y terminará trabajando en las
chacras o en el pueblo.
Difícilmente
trabaje en el regimiento. Porque aunque, lindero con el pueblo, se encuentra el
regimiento del ejército, es difícil que los dos —el pueblo y el regimiento— se
mezclen demasiado. Es verdad que los del regimiento están, en cierto modo,
dentro del pueblo. Pero al mismo tiempo, no. En algún sentido están adentro,
pero en otro están afuera. Por empezar porque a los militares que lo habitan
los trasladan cada tanto, y nunca dejan de ser un poco forasteros. Pero no es
sólo una cuestión de rotación de personal. Ni es sólo el alambrado que rodea el
perímetro del cuartel. Ni las garitas. Es algo que flota en el aire cuando
están y cuando no. Cuando están presentes, se los saluda con cortesía, aun con
amabilidad. Pero cuando no están la cosa es diferente. Como si el aire se
moviese más. Por algo en el pueblo se refieren a ellos como «los milicos».
Nunca delante de ellos. Pero cuando no están, cuando acaban de irse de los
lugares, sí.
El viejo,
desde donde está sentado, podría ver, si quisiera, el regimiento. Está un poco
lejos, porque la cancha queda al oeste de la rotonda y del camino de acceso, y
el cuartel está del otro lado de esa línea recta y gris del asfalto que viene
de la ruta. Pero en las dimensiones de ese pueblo, «lejos» no lo es tanto. Por
eso el viejo, si alzara la cabeza y aguzase la vista, vería las líneas grises y
horizontales de los techos de las barracas, las manchas claras y regulares de
las casas de los suboficiales, el verde del campo de tiro, la torre de agua.
Podría ver todo eso pero no lo hace. No le agrada mirar para ese lado. Si
hubiese una tribuna que le diese la espalda a ese horizonte, probablemente el
viejo la utilizaría. De todos modos no hay, y la que existe le da las espaldas
al oeste para que a los espectadores no los moleste el sol de la tarde. El
viejo podría quedarse junto al alambrado, a la altura del césped, pero no lo
hace. Antes sí. Pero de eso hace muchos años. Ahora el viejo mira siempre desde
la tribuna, y lo cierto es que desde allí arriba el partido se ve mejor. Por
eso está ahí arriba, mezclado con otros veinte o treinta espectadores. Los
demás son familiares de los jugadores. Por eso la tribuna está casi vacía. A la
hora del partido principal la cosa será distinta. Este año el pueblo ha formado
un equipo bastante bueno para el torneo Regional, y anda derecho, y por eso el
público acompaña.
Entre las
piernas el viejo tiene una botellita de agua y un envoltorio de papel con un
sándwich de salame. Tiene pensado almorzar en el entretiempo de ese partido
preliminar. Siempre lleva lo mismo. Le encanta el sabor del pan con el salame.
Y el agua es para bajarlo. Aparte el médico le dijo hace poco que tiene que
tomar más líquido y el viejo es un paciente dócil y le hace caso.
Una vez,
cuando vivía en Santa Fe, un policía quiso sacarle la botella de agua en el
acceso a la cancha de Colón. El viejo, que entonces era un poco menos viejo, se
lo había quedado mirando sin comprender, y el otro le dijo algo de prohibir los
proyectiles en la cancha. Pero por suerte había intervenido otro policía, que
lo conocía y que le dijo al primero que lo dejara pasar, que con ese señor no
pasaba nada. Eran los años en que, por vivir lejos del pueblo, había tenido que
prescindir de esa cancha y esos partidos. Se las había rebuscado con Colón y
con Unión, pero no era lo mismo. Al viejo le gustaba esa cancha. Esos partidos.
Ese salame. Aunque últimamente las urgencias de orinar lo asaltaran de repente
y lo obligasen a bajar de la tribuna dos o tres veces en un rato. Maldita
próstata. Menos mal que la tribuna era tan chica, porque podía ir y volver
enseguida. En la cancha de Unión, o en la de Colón, hubiera sido un problema.
También
por eso, estar de vuelta en el pueblo es una suerte. Porque para el viejo esos
diez años en Santa Fe han sido vivir en un exilio. Su mujer había insistido en
irse, después de lo de Lito, y el viejo había aceptado. En realidad había dicho
«quiero irme para siempre de este pueblo de mierda». Y el viejo había
respondido que sí.
Por eso
fueron a Santa Fe y vivieron diez años allá. Pero cuando murió su mujer, el
viejo decidió pegar la vuelta. No para contradecirla, sino para hacerle caso a
su propia nostalgia. Además, no compartía el criterio de ella. Él no le echaba
la culpa al pueblo por lo de Lito. «Lo de Lito y Graciela», solía aclarar para
sus adentros. Su mujer nunca la nombraba. El viejo sí. Para adentro, pero la
nombraba. Su mujer no. Jamás pronunciaba su nombre. También a ella, a Graciela,
le echaba la culpa de lo de Lito. Al pueblo y a Graciela. El viejo no. De lo
contrario, no habría vuelto.
El viejo
había dudado, cuando murió su esposa, acerca de dónde enterrarla. Se decidió
por Santa Fe, aunque él hubiera preferido el cementerio del pueblo. No lo hizo
porque temió que para ella significase una especie de traición. Lamentó no
haberlo hablado a tiempo, aunque también pensó que es muy difícil hablar de ciertas
cosas. Y en verdad con su mujer era difícil hablar de todas las cosas. Como de
Lito y de Graciela. O del pueblo. Ella había preferido callar y odiar en
silencio. Y desde lejos. Por eso Santa Fe.
Si al
final se decidió por enterrarla en Santa Fe fue por eso que ella había dicho de
no querer volver a pisar el pueblo nunca jamás, y el viejo pensó que tenía que
respetárselo. Pero cuando pasaron unas semanas de su muerte el viejo decidió
que ahora él podía elegir dónde vivir sin faltarle a nadie, y armó su valija y
pegó la vuelta.
Había
encontrado todo igual. Diez años y los mismos negocios sobre la calle
principal. Los mismos juegos en la plaza. Faltaba su mujer, por supuesto. Y
Lito. Los primeros días había tenido la sensación fea de que los demás
cuchicheaban apenas él se alejaba dos pasos. Después se le pasó. A lo mejor no
había sido cierto, eso de que murmuraran. O a lo mejor sí, y lo que había
ocurrido era que una vez que todos se habían puesto recíprocamente al tanto de
la historia del viejo se habían calmado y listo. A veces termina siendo bueno
que la gente se aburra.
El viejo
se había acomodado rápido en ese retorno al pago, y sus pocas rutinas simples
lo habían ayudado. Unas compras diarias. El viaje quincenal a Santa Fe para
visitar la tumba y emprolijarle los floreros y las flores. Al viejo le gusta
hacer el viaje. Le pone algo distinto a la semana. Y le lleva todo el día. Y no
lo entristece visitar el cementerio. Extraña mucho a su mujer, pero no es que
la extrañe más de pie frente a la tumba que sentado en la galería de su casa, a
la hora del mate. Como con Lito, que lo extraña en cualquier momento y en
cualquier lado. De todos modos no puede comparar porque con Lito no tiene una
tumba para ir a visitar, ni en el pueblo ni en otra parte. De Graciela tampoco
hay tumba. Si hubiera, la visitaría. El viejo siente que le quedó trunca la
curiosidad de conocerla. Ahora ya no puede. A Lito se le notaba cuánto la
quería.
Ya llevo
varias páginas escritas y temo haberme ido por las ramas. O no. Tal vez lo que ocurre
simplemente es que mi temor inicial estaba plenamente justificado y lo que
sucede es que esta historia no se deja contar y punto. Porque es todo tan
intrincado, y tan antiguo, que he tenido que hablar del viejo, y de sus afectos
idos, y del pueblo, y hasta del regimiento, y todavía tengo al viejo sentado en
la tribuna, mirando ese partido de muchachitos, y nada de lo dicho parece
acercarme lo suficiente al momento en el que el viejo, de una vez por todas, se
pone de pie.
Y para
peor no he dicho nada del muchacho. El muchacho, que es uno de los veintidós
que juegan. Uno de los veintidós a los que el viejo mira desde la grada. Ya que
entra en esta historia como jugador, tal vez corresponda describirlo primero
como tal.
Juega de
cinco. Tal vez le faltan unos centímetros de estatura y unos cuantos kilos de
peso para dar la talla del cinco clásico, ese capaz de salir a mandar, a barrer
y ordenar el medio. También es cierto que hay cincos y cincos, que existen los
cincos de marca y los cincos de creación. Pero este chico es difícil de
encasillar. Porque es hábil y ligero y uno podría entonces pensar que es un
cinco creativo. Pero aparte mete y mete y entonces uno puede definirlo como un
cinco de marca. Por eso el viejo le dedica más atención que a los otros. El
viejo ha visto suficiente fútbol como para advertir que en general los tipos
que saben, saben; y los que meten, meten. Pero este pibe parece pertenecer a
ese género extraño de los que por un lado saben pero por otro meten. Esos
jugadores distintos que aprovechan lo mucho que tienen y que suplen con huevos
lo poco que les falta.
A los
tres minutos de juego el muchachito ya le ha llamado la atención. En la primera
o segunda pelota que tocó, en lugar de dar el pase cortito y hacia atrás, como
hacen todos, encaró al cinco rival y lo gambeteó hacia adelante. Y en la
siguiente, cuando tuvo que cortar un ataque de los contrarios, el pibe no dudó
en poner la patita y trabar fuerte la bola, a sabiendas de que el delantero
rival venía jugado e iba a llevárselo puesto. El viejo lo anticipó y lo vio, y
también vio que cuando el árbitro pitó para él, se levantó, se sacudió la
tierra del trasero y tocó rapidito para habilitar al diez. No se quejó, ni
pidió tarjeta amarilla para el rival.
Y el
viejo se lo agradeció.
Por eso
el viejo lo mira. Porque ha detectado que es distinto. O tal vez empezó a
mirarlo por eso, aunque ahora lo mire por otra cosa. Y por eso entrecierra los
ojos. No sólo porque le molesta el reflejo del sol entre el nublado, sino
porque tiene la curiosidad de conocerle mejor los rasgos. No lo ha visto antes.
De eso está seguro. Por eso acaba de preguntarle a un vecino, que está sentado
dos o tres escalones más abajo, quién es ese pibe que juega de cinco en el
equipo de los rojos. El otro le ha contestado, después de consultarlo a su vez
con otro, que es un pibe nuevo, cree, hijo de un milico del cuartel, le parece.
Ahí está
lo que decíamos antes. Como el viejo es oriundo del pueblo y sus interlocutores
también, le han dicho que es hijo de uno de los milicos. Nada de
«suboficiales», o «personal del regimiento». Eso es todo y es suficiente. No le
dan otros datos porque no los tienen. Comentan, eso sí, que tiene pinta de
crack, y que no es común ver un jugador así, con esa edad, por esos pagos. Y
tienen razón, piensa el viejo.
Pero
hemos vuelto a salirnos del eje del asunto. ¿De dónde ha salido esta
conversación del viejo con sus vecinos de tribuna? De la descripción del
muchacho. De la semblanza del jugador que es el muchacho. Habrá que describirlo
también físicamente, o decir algo de su historia. Algo que justifique
definitivamente su inclusión en el relato.
Ya
dijimos que es más bien menudo. También es ñato, y tiene los ojos muy negros y
el pelo largo y enrulado. Eso es raro en los pibes del cuartel, pero a veces
pasa, aunque casi nunca. En su casa se lo dicen, lo del pelo. Sobre todo ahora
que viven de vuelta en las casitas de los suboficiales, esas que se ven, si uno
mira, desde lo alto de la tribuna, hacia el este. «De vuelta» porque el
muchacho es nacido ahí, aunque ha vivido lejos hasta hace un par de meses.
Cosas de los destinos militares. Tres años en Corrientes, seis en Campo de
Mayo, tres en La Pampa, tres más de nuevo en Buenos Aires.
Al pibe
le han dicho que ese es su pueblo. Que es nacido ahí, en el regimiento, y eso
es verdad. Pero al pibe no le gusta demasiado vivir ahí. Tal vez porque cada
dos por tres lo molestan con eso de que se corte el pelo, y le dicen que queda
mal. Tampoco es que lo tenga tan largo, piensa el muchacho. Pero igual lo tienen
frito, en su casa, con eso. Que para entrar a la Fuerza va a tener que
cortárselo sí o sí, le dicen, así que mejor que se acostumbre. Pero él se pone
furioso, porque no quiere saber nada con ninguna de las dos cosas: ni con
cortarse el pelo ni con entrar a la Fuerza. El pibe quiere nada más que jugar
al fútbol. Jugar en serio. No se trata de que piense «quiero ser un jugador
profesional y ganar mucho dinero». Es difícil que un chico de quince años
piense las cosas así, con tantas palabras, con semejante profundidad de
conceptos. Suponiendo que ser profesional y ganar mucho dinero sean conceptos
profundos. No. El pibe simplemente sabe que los jugadores profesionales se
pasan todos los días jugando a la pelota y él quiere eso para su propia vida,
porque es lo que mejor hace y es lo que más le gusta.
Y además
quiere dejar de andar de un lado para otro. Está bastante podrido con eso de
cambiar de escuela y de barrio cada dos por tres. Y cambiar de amigos, más que
nada.
Él no lo
sabe. Nunca nadie sabe todas las cosas. Pero ese carácter itinerante de su
crianza le ha venido estupendamente para perfeccionar su juego. Dentro de un
tiempo alguien va a explicarle por qué. Va a señalarle que cuando se juega
siempre con los mismos compañeros uno termina achanchándose, acostumbrándose,
haciendo siempre lo mismo, resolviendo las jugadas siempre del mismo modo. Le
explicará que cada quien juega lo que necesita, gambetea hasta donde le hace
falta y listo. No aprende más. Y que en cambio, cuando uno juega con tipos
nuevos, tiene sí o sí que esmerarse. Primero porque de entrada los demás
piensan que sobra, que está de más. Y si uno quiere que le hagan un lugar tiene
que ganárselo, que merecérselo. Y segundo porque de entrada a uno van a mirarlo
torcido. No porque esos desconocidos sean mala gente. Pero lo van a mirar así y
listo. Y tercero porque a uno no van a perdonarle nada. No le van a jugar
livianito ni para que se luzca sino todo lo contrario. Le van a ir con todo, y
tendrá que poner y poner y jugar y jugar, sin calentarse ni hacerse el dolorido
ni el ofendido. Y que moverse, porque si uno se queda quieto no faltará el
grandote que le tire todo el camión encima y le aplaste hasta las muelas. No se
trata de que sean mala gente. Simplemente no lo conocen. Eso es todo. Después,
con el tiempo, sí. Se harán amigos. Pero de entrada no. La macana será que si
uno vive cambiando de pueblo carga siempre con el chiste ese de ser el nuevo.
Esa
tarde, todavía, el pibe no sabe nada de esto. Lo ha vivido, pero no lo sabe. No
es lo mismo vivir las cosas que saberlas. Parecen lo mismo, pero no lo son. Una
cosa es que las cosas te sucedan y otra cosa es saber que te están sucediendo.
En todas
las vidas hay cosas que no se saben. Que pasan sin que se sepan. Y algunas no
se saben hasta que uno se da cuenta. Porque uno se da cuenta o porque se las
dicen. O a veces sucede que cuando a uno se las dicen uno se da cuenta de que
las sabía, o casi. Como eso de lo bueno que es haber cambiado de pueblo y de
amigos para convertirse en un buen número cinco. El pibe no lo sabe, pero va a
entenderlo cuando se lo digan. Y el que va a decírselo es el viejo. Ese viejo
que está sentado en el vigésimo tablón, y que entrecierra los ojos porque le
molesta el reflejo del sol entre las nubes. Ese viejo al que todavía no conoce,
y que no lo conoce a él. Pero por poco, por un margen muy estrecho, por un
tabique delgado que los separa de saberse y conocerse.
Y
volvemos a recaer en el viejo. El viejo que mira el partido y que ha detectado
al muchacho casi de entrada, cuando gambeteó con osadía y cuando apostó el
físico para quitar un balón complicado. El viejo piensa que tiene talento. Ese
chiquito, el cinco, el de rulos, el que viene del cuartel. Y como dándole la
razón, el pibe de camiseta roja baja con delicadeza una pelota que le han
jugado demasiado larga y arma una bonita pared con el volante por derecha.
Si el
viejo fuese dado a la soberbia podría ufanarse de esa facilidad que tiene para
entender el fútbol. Eso de advertir, de un vistazo nomás, que el de rulitos
sabe. Pero el viejo es de esa gente que sabe sin necesidad de mostrar que sabe,
o aun sin saber demasiado todo lo que sabe. Y eso no significa que el viejo
sepa todo. De hecho, ignora cosas importantes. Tampoco para él vivir es lo
mismo que saber.
Hago otra
pausa para releer lo escrito y de nuevo me asalta la sospecha de que no hay
modo de contar esta historia entera, cerrada y concluida. Porque todo lo dicho
hasta aquí, pese a lo confuso y lo diverso, debería estar incluido en el
cuento. Y sospecho que hay otro montón de cosas que se me escapan.
¿Cómo
sería el final, por ejemplo? ¿Qué palabras usar para ese final? Hablé al
principio del asombro del viejo. Un asombro nacido y crecido más allá de las
palabras. Un asombro que le impide hablar. Un asombro que sólo le permite
ponerse abruptamente de pie sobre la grada. ¿Cómo llegar a ese instante? Es
cierto, si quiero ser optimista, que algunas cosas llevamos dichas. Tenemos al
viejo en la tribuna, sentado. Tenemos al muchacho en la cancha, tal vez con la
pelota en los pies. Desconocidos. Recíprocamente ajenos, los tenemos. Lo que
poseen en común, si algo poseen, es que ignoran cosas. Bah, todos los mortales
ignoran cosas, pero estos dos ignoran cosas importantes. Pero las ignoran por
poco. No es que estén a años luz de la verdad. Ya dijimos que están separados
por muros delgados de esa verdad.
Y el
muchacho tiene la pelota en los pies. El viejo lo mira y entiende que va a
hacer algo distinto. No va a revolearla sin ton ni son. No. El pibe no es de
esos. El viejo está seguro y tiene razón. Cuando el rival más próximo se le
viene encima, el pibe apoya la suela derecha sobre el balón y lo adelanta hacia
el tipo que corre hacia él, tomando la precaución de no sacar el pie de la
pelota. Y en el instante en que el otro adelante el pie para quitársela, el
pibe de rulos retrocede la pierna y con ella la pelota. «Ole», se escucha,
desde algún punto cercano al alambrado. El marcador desairado gira la cabeza y
endereza el cuerpo, buscando al insolente. Lo encuentra sin dificultad, porque
el flaquito no se ha movido. El único cambio es que ahora la pelota descansa
bajo el otro pie. El marcador no quiere dejarlo pensar. Calcula que no se
atreverá a repetir la maniobra y por eso se le va encima con todo lo que tiene
y los pies para adelante. El pibe, que lo sabe antes de que suceda, le ha
deslizado el balón por entre las piernas, y con un saltito se libra de la
embestida furiosa. «Ole», vuelve a escucharse. Se oyen un par de risas en la
tribuna. Unos aplausos sueltos. Ahora parece que el pibe va a meter el cambio
de frente, porque mira hacia la posición del win izquierdo y señala el ángulo
de la cancha, como indicándole que corra hacia allí, que se la tira con un
derechazo de tres dedos.
Pero no
es lo que va a ocurrir y el único que lo sabe, además del pibe de rulos, es el
viejo. Lo sabe o empieza a saberlo. Entre los que no, entre lo que ignoran que
va a suceder otra cosa, está el enfurecido marcador del pibe de rulos, que
acaba de juramentarse para sus adentros que ese flaquito de rulos no va a
salirse con la suya, y por eso lo embiste desde atrás con toda la rabia de que
dispone y que es mucha.
Este es
el momento en que los músculos del viejo acaban de tensarse. Todos los músculos
del viejo. Y aunque sigue sentado, ya no entrecierra los ojos. Los tiene muy
abiertos porque necesita ver lo que sigue. El viejo necesita determinar si lo
que acaba de ver es una casualidad o no. Depende.
Si el
chico, ahora, satisfecho con el doble lujo que acaba de dibujar, se la pasa
nomás al once que pica por la punta, si se la tira nomás como su propio brazo
extendido parece indicar que está a punto de hacer, listo, se acabó. No era
nada. Simplemente el viejo acaba de presenciar una casualidad impresionante.
Pero
también puede pasar otra cosa. Puede ocurrir que el pibe no meta el cambio de
frente con un zapatazo de tres dedos. Puede que se quede ahí, de espaldas a su
rival, con sonrisa de torero, esperando que el otro se componga y se le venga
al humo y entonces le tire un caño de espaldas y con pisada, y un breve giro
del cuerpo para recoger el balón del otro lado y ahora sí, tirar el pelotazo.
Pero si
hace eso último el viejo no podrá permanecer sentado. Porque entonces querrá
decir que las cosas no son como el viejo viene suponiendo que eran. Algunas sí,
pero otras no. Porque no es la primera vez que el viejo ve esa jugada. Esa
misma. La pisada, el caño, el amague del paso largo y otro caño, de espaldas,
con pisada. Hace años que la ha visto. Quince, para ser exactos. Pero no desde
la tribuna, no desde el vigésimo tablón en el que ahora está, todavía, sentado.
Hace quince años la vio desde el alambre, porque Lito le decía que lo mirase
desde ahí, desde el lateral, porque le gustaba tenerlo cerca para escucharle
los consejos y el viejo le daba el gusto.
Era bueno,
Lito. Muy bueno. Lito también era distinto. Cómo lo quería el viejo. No sólo
porque fuera capaz de meter ese triplete imposible, aunque también. Y el pibe,
el de rulos, sigue esperando. Claro que son sólo unos segundos. Tardo mucho más
en contarlo que en que suceda. ¿Cuánto puede tardar un marcador en ponerse de
pie y volverse hecho una furia hacia el flaquito que acaba de humillarlo? Pero
por otro lado el tiempo es una experiencia subjetiva. Quince años pueden ser
una eternidad o un suspiro, según sepamos o no sepamos el grosor del tabique
que separa el saber del no saber lo que hemos vivido. Y nuestra identidad y
nuestra herencia pueden yacer encriptadas en un peculiar encadenamiento del
ácido de nuestras células, pero también y al mismo tiempo manifestarse en el
modo único e irrepetible de hilvanar tres gambetas al hilo contra el mismo
marcador y en la superficie de medio metro cuadrado de césped.
Supongo
que aquí se acaba esta historia. Con el pibe de rulos, nacido en el regimiento,
que toca la bola con una pisada hacia atrás, apenitas. Termina con el pibe de
ojos renegridos quebrando la cintura para esquivar la locomotora enceguecida
del rival que no puede evitar comerse el caño. Termina con el último «Ole»
admirado de los veinte o treinta familiares regados por la tribuna. Termina con
el viejo que ahora sí, enmudecido en su certeza, se pone de pie.
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