Los trabajos de Teseo, novela

 

Capítulo I – El del Garrote de Bronce

Nadie nace héroe. Se hace. A menudo, a golpes.

Había salido de Trecén antes del primer canto del gallo, cuando la bruma aún acariciaba las laderas como dedos de madre que no quiere soltar a su hijo. Su madre, Etra, no lloró. Le puso pan en una bolsa de lino y, con voz tensa, le dijo: “Camina por tierra, si deseas que tu nombre sea recordado.”

Así lo hizo.

Tres días después, con los pies cubiertos de polvo y el ánimo endurecido por el silencio, Teseo llegó al bosque de Epidauro. El camino, que venía nítido entre campos de olivo, se estrechaba allí como una garganta devorada por zarzas. Los árboles susurraban entre sí, pero no como amigos: había en ese murmullo una amenaza quieta, como de lobo que aún no ha saltado.

Allí lo vio.

Un hombre solo, de proporciones anchas como la base de una columna, descansaba a la vera del camino. Su piel parecía hecha de cuero viejo. En la mano, no espada ni lanza, sino un garrote: largo, tosco, de bronce sólido, tan pesado que el suelo crujía bajo su peso. No se lo apoyaba en el hombro como haría un guerrero; lo sostenía como un dios su relámpago.

—¿Vienes del sur, mozo? —dijo, sin abrir los ojos.

Teseo no respondió. Sabía, por advertencia de pastores y caminantes, que aquel debía ser Perifetes, hijo de Hefesto o de ningún dios, a quien llamaban también el Cojo, porque arrastraba una pierna herida, aunque su brazo era capaz de partir mulas con un solo golpe.

—Hacia Atenas —dijo al fin Teseo—. Busco al rey.

El otro sonrió con media boca.

—También yo soy rey. De este tramo de tierra. El peaje es tu vida.

No hubo advertencia ni grito. El garrote descendió como trueno. Pero el joven ya había dado un paso al costado. Sintió el viento del bronce pasarle junto al cuello. El suelo se astilló a su lado.

Teseo no tenía armas, sólo el cuerpo que los dioses le habían dado y su voluntad. Rodó por el polvo, se incorporó con una rodilla en tierra, y corrió hacia el tronco más cercano. Perifetes gruñó, girando como un toro viejo, levantando otra vez el garrote.

Fue entonces que Teseo supo lo que debía hacer.

No lo enfrentó.

Lo esperó.

El bandido, alzando su arma con furia, cargó. Teseo se corrió en el último instante, y el garrote golpeó el roble seco que tenía detrás. Se oyó un crujido. El bronce no se partió, pero el peso traicionó al hombre. Su pie falló en la tierra irregular. Cayó de rodilla.

Teseo se le arrojó encima.

El combate duró menos de un minuto. El joven encontró una piedra suelta. No la levantó por odio, sino por necesidad. Con ella golpeó la cabeza de Perifetes hasta que el monstruo dejó de moverse.

Luego, en el silencio que vino, el muchacho miró su mano, aún cerrada sobre la piedra. La soltó.

El garrote, aún tibio por la sangre, descansaba en el suelo. Teseo lo levantó. No sin esfuerzo.

Cuando volvió al camino, su sombra parecía más ancha. Ya no era solo el hijo de Etra. Era aquel que había matado al Cojo de Epidauro, y cuya fuerza no era sólo de músculo, sino de juicio.

El bosque volvió a guardar silencio, como si aprobara.

Y el joven siguió su marcha, con el garrote de bronce en la espalda y el polvo pegado al alma.

Capítulo II – El que desgarraba los cuerpos

Los árboles cambiaban al norte de Epidauro. Crecían más altos, más densos. El aire se espesaba. El silencio, antes sólo reposo de los pájaros, era ahora una decisión del bosque.

Teseo avanzaba con paso firme, aunque sus pensamientos se volvían cada vez más lentos, como si algo invisible los caminara en sentido contrario. No era miedo. Era una advertencia que venía desde lo hondo de los huesos.

El sol, que allá atrás entre olivares era compañía, ahora apenas alcanzaba a filtrarse. Sólo sombras. Y ramas como dedos al acecho.

Fue allí donde lo oyó.

Primero, un crujido seco. Luego, un murmullo —o un quejido. Después, una risa.

Teseo tensó el cuerpo, apoyó el garrote de bronce en su hombro y giró la mirada hacia el sonido. A su izquierda, dos pinos gigantes se alzaban como columnas olvidadas por los dioses. Entre ellos, atado como una marioneta de trapo, colgaba un cadáver reciente. Lo habían desgarrado por la mitad.

—No llegás a Atenas si no sabés estirarte un poco —dijo una voz más adelante.

Desde la maleza surgió una figura alta, delgada, de mirada oblicua como la de los lobos. Su pecho estaba desnudo, y tenía los músculos de un arquero que tira sin descanso. Llevaba sogas enrolladas al cinto como si fueran serpientes. Y en los ojos, esa alegría perversa que sólo los crueles entienden.

Sinis. El que doblaba pinos con sus brazos y usaba a los hombres para que los árboles se soltaran como resortes.

—¿Y tú? —dijo, señalando a Teseo—. ¿Eres de los que empujan o de los que gritan?

El joven no respondió. Sabía que los monstruos hablan no para conversar, sino para saborear el miedo.

—Vamos, no lo compliques. Deja el garrote a un lado y acércate. Solo quiero saber cuán flexible eres.

Teseo no se movió.

Sinis chasqueó la lengua, como quien no consigue domar un caballo.

Entonces, sin aviso, corrió.

Era rápido. Muy rápido. Pero Teseo ya había aprendido que los brutos atacan con confianza, y que esa confianza es su flanco.

Esperó hasta el último instante. Luego giró el cuerpo y dejó que el garrote, pesado y fiel, dibujara un semicírculo en el aire. No golpeó de lleno, pero bastó para desequilibrarlo. El monstruo cayó de rodilla.

—¡Te voy a partir! —gruñó Sinis, ya con las sogas en las manos.

Teseo no lo dejó hablar más. Se le echó encima, como el viento se lanza contra una rama cargada. Peleó sin estilo, con fuerza ciega, con furia vieja. Rodaron por el suelo, mordiéndose, hiriéndose, como si uno solo pudiera existir si el otro era aniquilado.

Finalmente, Teseo logró apretarle el cuello con una de sus propias sogas. Lo miró a los ojos mientras apretaba. No dijo nada.

Cuando el cuerpo dejó de moverse, Teseo se incorporó, jadeando. Miró los pinos. Miró los restos del último.

No se marchó enseguida.

Usó las sogas. Ató el cuerpo de Sinis entre los árboles, como él hacía con sus víctimas. Luego dobló los troncos, uno con cada brazo, hasta que crujieron. Hizo un nudo. Y se alejó, sin mirar.

Cuando estuvo a cierta distancia, escuchó el golpe. El desgarramiento. Como si el bosque mismo devorara al suyo.

No lo celebró. No sonrió.

Caminó en silencio, como un hombre que comienza a entender la clase de mundo que está heredando.


Capítulo III — La cerda de Cromión

Los pastores de la región no hablaban de ella a la luz del día. Y si lo hacían en las noches —borrachos o febriles—, era para conjurar su nombre con sal y escupitajos al suelo. Le llamaban Faya, o la Vieja Madre. Decían que no era animal, o no del todo. Que había sido mujer antes, y que la cruza con un jabalí había hecho de ella una aberración. Otras versiones murmuraban que era hija de la guerra, nacida de los despojos sin sepultura de una batalla antigua.

Teseo no atendía a supersticiones. Venía de matar a Sinis con sus propias manos. ¿Qué podía hacerle una bestia por más hedionda que fuera? Lo pensaba mientras cruzaba los páramos secos de Cromión, donde la tierra olía a hueso quemado.

Fue al tercer día cuando la encontró —o, mejor dicho, cuando ella lo encontró a él.

No era como la había imaginado. Era más grande. Más fea. Y sin embargo, había en sus ojos una inteligencia enfermiza, de esas que sólo crecen en la penumbra del odio largo. Tenía pechos. Pechos flácidos, colgantes, con pezones secos como higos agrios. Se sostenía sobre cuatro patas, pero las traseras parecían querer recordar cómo se camina en dos. Su lomo estaba cubierto de costras, y la piel viva se mezclaba con la piel vieja. Olía a agua estancada y a carroña.

Teseo no desenfundó el hierro. No todavía. La criatura lo miró, y habló. Su voz era como si una grieta se abriera en la roca:

—Otro más. A ti te soñé… con lengua bífida y vientre de mármol. ¿Vienes a matarme, niño sin padre?

—No soy un niño —dijo Teseo—. Y sí, he venido.

Ella rió. El sonido atrajo cuervos.

—He parido más muerte que tus ancestros en cien guerras. ¿Sabes por qué me odian, los hombres? Porque amamanté cosas que no se deben nombrar. Porque sé los secretos de las hembras… y porque no les tengo miedo.

Entonces atacó. No con la rapidez torpe de una bestia, sino con la astucia de quien ya ha visto muchas muertes. Embistió y lo derribó, mordiendo con una mandíbula más fuerte que la de un lobo. Teseo rodó, esquivó, y sintió el aliento pútrido cerca del cuello.

La lucha fue larga. El hierro no bastaba. Tuvo que golpearla con piedras, con tierra, con furia. Finalmente, cuando le incrustó el cuchillo hasta la empuñadura en la garganta, ella soltó un grito no de cerda, sino de madre.

Cuando murió, el viento cambió.

Teseo se levantó cubierto de sangre y baba negra. En el suelo, el cuerpo temblaba aún, como si algo dentro de ella aún no quisiera irse.

Al alejarse, miró una vez más. Y durante un instante —apenas un susurro de duda en su mente— creyó ver en su rostro muerto los rasgos de una mujer vieja… no del todo humana… no del todo bestia.

Pero siguió caminando. El camino a Atenas aún era largo. Y los monstruos, muchos.

Capítulo IV: La roca de Escirón

En el confín de los riscos de Megara, donde el mundo parece inclinarse hacia la espuma eterna y el viento no calla jamás, se alzaba una piedra. No era altar ni trono, y sin embargo, allí se decidían destinos. Escirón, de rostro hendida como corteza vieja, se apostaba sobre aquella roca que llamaban —sin ironía— hospitalaria. Los viajeros que pretendían bordear el acantilado debían lavarle los pies. Ese era el precio. Ninguno volvía a contar qué hallaba tras esa cortesía.

Teseo descendía entre nubes bajas. El mar, allá abajo, rugía con dientes de sal. El camino era angosto, apenas el ancho para un hombre y su sombra, y las gaviotas, encanalladas, picoteaban el aire como si supieran de muerte. Fue entonces que vio al anciano. Un cuerpo enjuto pero no débil. El cabello largo, enmarañado como maleza vieja. Una mirada sin pestañeo.

—¿Vienes de Eleusis o del mismo Hades? —preguntó Escirón sin volverse—. No hueles a pastor. Debes ser hijo de ciudad.

Teseo no respondió. Observó la roca. Vio las marcas de uñas. Vio un cráneo reducido a caparazón blanquecino. Vio cangrejos que, más abajo, trepaban entre restos humanos. No hizo aspavientos. Solo avanzó.

—¡Los pies! —exclamó el viejo, girando por fin—. Mi honor requiere que me laves los pies, extranjero. Las aguas están abajo. Un poco de esfuerzo no mata a nadie.

Teseo habló por primera vez.

—Entonces baja tú y mójalos.

Escirón rió. No como quien se divierte, sino como quien respira sangre.

—¿Sabes quién soy? Soy el que hace justicia por mano propia. El mar lava y purga. Yo no robo: yo sentencio.

—Y yo soy el que juzga a los jueces. —respondió Teseo, desenvainando lentamente la espada.

Escirón no temía. Tenía aún fuerza. Tomó su vara de hierro nudosa y se lanzó, con la agilidad de una fiera famélica. Teseo retrocedió dos pasos, midiendo la brisa, el abismo, la cercanía del borde. Fue una lucha corta. El viejo peleaba como quien ya ha matado muchas veces. Pero Teseo no era un caminante más: su sangre tenía una música diferente, y en sus brazos hervía el destino.

Con un giro de hombros y una embestida que parecía improvisada, Teseo lo alzó y lo llevó hasta el límite. El anciano gruñó, pateó, maldijo en lenguas ya muertas. Teseo no dijo nada. Solo lo sostuvo.

—¿Quieres que te lave los pies? —dijo, ya con el viento hiriéndole la cara—. Baja al mar, Escirón. Allí hay agua de sobra.

Y lo arrojó.

Los cangrejos celebraron.

Pero aún faltaba enfrentar la amenaza que el viejo protector del risco había dejado atrás, una bestia callada y terrible: la tortuga de caparazón duro como el yunque y mandíbula capaz de triturar huesos. Era la cómplice silenciosa de Escirón, la sombra que aguardaba paciente en las aguas bravas, dispuesta a devorar al impío que el anciano empujara al vacío.

Teseo observó las ondas que se cerraban en torno a la caída del cuerpo. La criatura surgió con rapidez inesperada, surcando las aguas como un dardo oscuro. Pero el héroe no dudó. Sacó de su aljaba una flecha y, con un tiro certero que cortó el aire y partió la piel del agua, golpeó el ojo de la tortuga. Esta lanzó un gruñido gutural y desapareció, dejando solo la espuma y el eco del mar.

El camino quedó abierto. La roca de Escirón ya no era un trono de muerte, sino un monumento al valor que no se doblega ante la violencia disfrazada de justicia.

Esa noche, Teseo durmió en una gruta cercana, al resguardo del bramido del agua. No soñó. Solo escuchó, en la hondura del sueño, el retumbar de una ola distinta. Como si el mar aprobara.


Capítulo VI: La pesadilla de Procustes

El aire se volvió pesado cuando Teseo cruzó el umbral de la cabaña que había encontrado al borde del bosque. Desde afuera, parecía un refugio humilde, pero una vez dentro, el mundo se distorsionó. Las paredes parecían respirar, susurrar, y en la penumbra, sombras retorcidas se alargaban como manos de pesadilla.

El suelo estaba cubierto por tablones astillados, manchados de sangre vieja y reciente, y colgaban del techo cuerdas con restos de cuerpos deformes, como monstruos a medio terminar. El hedor a carne quemada y huesos rotos llenaba el aire, mezclado con el sonido apagado y continuo de gemidos y gritos.

Procustes no era solo un hombre; era un demonio que había dividido su cuerpo en fragmentos de horror por toda la casa. Sus víctimas eran espectros encadenados al miedo, y no solo humanos: perros, caballos y aves tenían su dolor allí, mutilados, retorcidos por la sádica necesidad de ajustar cuerpos a su cruel medida.

Teseo avanzó con pasos medidos, sintiendo el peso de cada mirada invisible clavada en su nuca. En un rincón, un grito ahogado se rompió al chocar con la madera podrida, y el corazón de Teseo se apretó, pero su puño se cerró con firmeza. Sabía que no podía dejarse arrastrar por el terror, porque allí dentro el miedo era un arma más mortal que cualquier garrote.

Desde la oscuridad surgió la figura de Procustes, gigante y desquiciado, con ojos brillando como carbones encendidos. Su voz era un susurro y un rugido a la vez:

—Bienvenido, viajero. Aquí no hay más ley que la medida justa. ¿Acaso no quieres probar dormir en mi cama? Es un regalo... pero puede ser la última cosa que sientas.

Teseo apenas tuvo tiempo de retroceder cuando el suelo se abrió ante sus pies y fue arrastrado hacia una cámara infernal, donde la cama de Procustes aguardaba, ancha y macabra, hecha de madera retorcida y clavos como dientes. Alrededor, cuerpos deformes mostraban la historia de la locura: brazos cortados, piernas estiradas, cuellos quebrados, como si la cama misma fuera un monstruo que devoraba todo lo que no encajara en su medida.

Con horror, Teseo vio en un rincón una jaula con animales desollados, sus ojos implorantes clavados en la nada. La crueldad de Procustes no conocía límites.

El gigante apareció detrás, sonriendo con la demencia de quien se sabe dueño del destino ajeno.

—Aquí probarás la justicia —dijo—. O encajas, o eres destruido.

Pero Teseo, a pesar del terror, recordó las historias que había oído, las trampas de este monstruo. Esperó el momento justo, fingió rendirse, y cuando Procustes se acercó para atarlo a la cama, logró soltarse con rapidez y agilidad.

—Tu juego termina ahora —dijo—. Hoy, la medida la pongo yo.

En un rápido movimiento, levantó a Procustes y lo tendió sobre la misma cama de torturas. El gigante luchó, rugió, pero no pudo evitar que Teseo comenzara a ajustar las tablas y los clavos, eligiendo la medida justa para castigar al verdugo.

Los gritos de Procustes llenaron la cabaña, un coro de dolor y desesperación que se entremezclaba con los lamentos de las víctimas pasadas. Pero esta vez, el monstruo era el monstruo.

Teseo se alejó sin mirar atrás, dejando que el terror de Procustes se consumiera en su propia trampa. Mientras el eco de los gritos se desvanecía en la noche, el bosque parecía respirar aliviado, como si la pesadilla hubiera encontrado su final, al menos por un tiempo.







Capítulo 5: Cíteres, el bandido del destino

El camino se estrechaba entre la maleza, y el sol caía con pereza sobre las ramas. Teseo avanzaba con paso firme, consciente de que cada paso lo acercaba a Atenas, pero también a lo desconocido. No esperaba ya monstruos ni fieras, solo el silencio pesado de la tierra habitada por hombres.

Fue entonces cuando escuchó risas quebradas y voces ásperas. De entre los arbustos emergió Cíteres, un hombre de mirada profunda, que no llevaba armas como un bandido común, sino una simple bolsa al hombro y una determinación que parecía pesarle en el alma. Su rostro estaba marcado por cicatrices no solo de peleas, sino de noches sin descanso y decisiones crueles.

—¿Quién va? —preguntó Teseo, con la mano en la empuñadura de la espada.

—Soy Cíteres —respondió el hombre con voz grave—. No un ladrón cualquiera, sino alguien que la suerte puso aquí para equilibrar lo que el destino rompió.

Teseo frunció el ceño, curioso y desconfiado.

—Habla claro. ¿Qué justicia buscas con violencia?

Cíteres suspiró y se sentó sobre una piedra. Sus ojos, lejos de la ferocidad, tenían un brillo triste.

—Hace años, esta tierra sufrió la pérdida de un niño. El hijo de un noble, secuestrado y olvidado por quienes debían protegerlo. Yo fui el ladrón que lo rescató, robando al cruel que lo encerraba. Pero el precio fue alto: me convertí en bandido, enemigo de todos. ¿Y sabes qué? No me arrepiento. Porque a veces, para salvar una vida, hay que romper las reglas.

Teseo lo escuchaba, sin apartar la mano de la espada, pero también sin querer interrumpir.

—He tomado lo que necesito para sobrevivir, sí, pero también para buscar justicia donde la ley no llega. Soy el juego de un destino cruel que no elijo, pero que acepto. Ahora, solo quiero pasar, sin más sangre.

La tensión en el aire fue densa como la niebla. El héroe comprendió que aquella lucha no sería solo de fuerza, sino de voluntad.

—No busco destruirte, Cíteres —dijo Teseo—. Pero no puedo dejar que sigas sembrando miedo. Deja que el destino te libere de esta cadena.

El bandido se levantó, con una sonrisa amarga.

—Entonces pelea, hijo de Atenas. Que el destino decida.

El choque fue breve pero intenso. No fue solo fuerza bruta, sino respeto por dos hombres atrapados en una rueda que los empuja. Al final, Teseo triunfó, pero no como un verdugo, sino como quien libera a un alma perdida.

Cíteres, antes de caer, entregó a Teseo un amuleto, símbolo de su causa y esperanza.

—Que tu camino sea justo, y que no olvides que a veces, el bandido es solo un hombre buscando redención.


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