"Los árboles son los esfuerzos que hace la tierra para hablar con el cielo".
— Rabindranath Tagore, Gitanjali
1
No era su idea volver, pero el cerro —con su silencio antiguo, su aire cortante— le prometía algo que se parecía a la paz. Algo que no era consuelo, pero sí una tregua.
El caballo estaba flaco, como él. Los huesos se le marcaban bajo el cuero áspero, y cada paso sonaba como un esfuerzo al borde del desmayo. Una nevada reciente había blanqueado el filo de las cumbres. Desde abajo, los picos brillaban como cuchillos fríos clavados en el cielo.
Nadie lo sabía, ni en el pueblo ni en los campos, pero traía una carta sin sobre, escrita en tinta negra, con la letra pequeña y apretada de quien escribe con rabia o con miedo. La llevaba en el bolsillo del saco, doblada cuatro veces. Junto a ella, un revólver viejo. De tambor corto, pero pesado. Tenía el mismo color opaco que su alma, y el mismo propósito: guardarse todo hasta el final. No venía a pedir nada. Venía a dejar algo.
La cuesta final lo obligó a desmontar. Subió a pie, tirando de las riendas, con las botas hundiéndose en la grava floja. A cada paso, el silencio se volvía más espeso.
El sol estaba alto, pero allá arriba el aire era otro: más frío, más quieto, más viejo.
Cuando por fin lo vio —el tronco abierto, las ramas retorcidas, esa forma de herida seca que tenía el árbol—, supo que había llegado.
Al pie del Manzano, la tierra estaba húmeda, como si acabara de llorar. No había llovido, ni en el pueblo ni en la sierra. Él lo sabía porque venía desde abajo, desde las hileras de álamos, desde el polvo, y en todo ese camino no vio una sola nube. Pero ahí, justo donde el tronco quebrado se hundía en la tierra negra, el barro tenía brillo de sangre coagulada.
Ató el caballo a unos metros, donde crecía un espinillo seco. El animal relinchó, apenas, como si lo advirtiera. Luego bajó la cabeza, resignado.
Él se sentó contra el tronco. Sacó la carta del bolsillo y la leyó sin leerla: ya la sabía de memoria, como se recuerdan las palabras dichas en un juramento que nunca se olvidó del todo. Dobló el papel, lo guardó. Miró el cielo. No había nada. Ni viento, ni estrellas, ni amenaza. Solo un silencio como de iglesia vieja, ese que se pega en la piel y recuerda que hay promesas que esperan mudas, aunque pasen los inviernos. Apoyó la cabeza contra la corteza y cerró los ojos.
2
Soñó. O tal vez no era un sueño, sino una forma vieja del miedo, una memoria heredada que volvía con otro rostro. El aire era de agua y humo. Un río oscuro corría a lo lejos, pero él sentía su rugido en el pecho, como si naciera desde adentro.
Primero fueron los ojos. Dos puntos blancos, redondos, abiertos como si no parpadearan desde hacía siglos. Flotaban en la superficie del río, allá donde el agua golpeaba con furia contra las piedras negras. No había luna, pero los ojos brillaban igual. Luego emergió la cabeza: alargada, tensa, con una piel húmeda como cuero crudo y curtido, reluciente de muerte. Tenía bigotes largos, gruesos, que se movían como raíces vivas, oliendo el aire.
No era un animal. O no solamente. Había en su cuerpo una torpeza pensada, casi humana, como si cada movimiento le costara algo. Nadaba —o parecía hacerlo— con una lentitud que no era del todo natural. Como si flotara en un agua que no era agua. Como si viniera desde otro tiempo. Y lo miraba.
Él quiso moverse. Las piernas no respondieron.
Quiso gritar. No tenía garganta.
Intentó rezar. Ni siquiera recordaba cómo.
El huillín —porque eso era, y lo supo como se saben las cosas antiguas que duermen en la sangre— avanzó. Pero no nadó, caminó sobre el río.
Las patas no se hundían.
El agua, con cada paso, se volvía más negra. A su alrededor, el río parecía pudrirse, coagularse. Y en el aire había un olor espeso, como de fruta fermentada y sangre vieja.
Cuando estuvo a unos pasos, habló. Pero no con la boca. Fue el viento que cruzó entre las piedras, un silbido que parecía salido del fondo del valle. El animal seguía mirándolo, inmóvil, pero la voz venía de todas partes.
—Has venido a buscar descanso, a entregar algo, pero yo he venido a cobrar.
El huillín ladeó la cabeza, como si oliera una decisión. Y entonces abrió la boca.
Pero no tenía lengua, ni dientes, ni fondo: solo un agujero oscuro que no terminaba nunca, un túnel de huesos secos y viento. De allí salió un chillido agudo, imposible, un lamento de bestia y niño, como si alguien se ahogara adentro de su propia historia.
Él quiso cerrar los ojos, pero era tarde, la criatura lo atravesó. Sintió el frío de otra vida, el peso de algo que no era suyo, metiéndosele en el pecho, empujándolo desde dentro. Cayó de espaldas. El cielo giró. El río se convirtió en una boca inmensa. Todo era piedra, agua, barro y huesos. Y la voz, otra vez, ya sin forma: “despierta... ya viene, ya viene”.
3
Kuyén caminaba descalza sobre la tierra suelta del pedemonte, donde las jarillas florecían con una paciencia que ella envidiaba. Había aprendido a moverse sigilosamente, como un gato montés que baja de los filos por agua y regresa dejando solo el rastro de una sombra breve. Sabía que no debía alzar demasiado la mirada: el sol en Tunuyán caía de frente y sin disculpas.
Llevaba sobre el hombro una bolsa de cuero con semillas. No eran muchas, ni todas útiles, pero cada tanto, donde el viento había arrasado, abría un pequeño hueco con los dedos y dejaba una. Nadie le había pedido que lo hiciera. Era como si sintiera que el mundo debía recordar que aún quedaban manos sin rencor.
Una vez, una mujer vieja le dijo que tenía nombre de luna. Kuyén no respondió. No porque no lo supiera, sino porque sentía que el nombre le venía de más atrás que las palabras, como un susurro de agua en las piedras.
Esa mañana, al llegar a la cima de un médano bajo, vio desde lejos el perfil del manzano silvestre. El árbol seguía allí, obstinado, con su tronco retorcido y el gesto de quien ha visto morir a todos y no se queja.
Kuyén no bajó. Se sentó en una roca a la sombra de una chilca reseca. Cerró los ojos y escuchó. No cantaban los pájaros, no crujían los insectos. Solo el viento, como un hilo de voz delgado, acariciaba el polvo del camino.
—Todavía no —murmuró, y la piedra caliente sostuvo su espalda sin decir nada.
4
La vio antes de que llegara: un brillo de caballo negro, profundo, que se movía como si flotara entre los álamos. El animal avanzaba a paso parejo, con la paciencia de quien carga un secreto. Y ella tenía la piel tan blanca que parecía ajena al polvo y al sol de la tierra. Los labios finos, cerrados, pero con la forma precisa para una palabra que nunca se decía. Sus ojos eran negros, muy negros, y lo eran aún más por la tristeza que les pesaba encima. Ojos que no miraban: arrastraban.
Tenía la forma de una mujer completa, de esas que un hombre recuerda aunque no quiera. Delgada, sí, pero no seca: había en su figura una fragilidad deseable, casi peligrosa. Como si tocarla fuese romperla, y romperla, salvarse.
La montura crujió cuando bajó del caballo. Las ojeras no le quitaban nada: apenas le daban un aire de cosa vivida, de haber estado en otros fuegos. Y sin embargo, se mantenía limpia, imperturbable, como si no perteneciera del todo a ese lugar. Como si lo esperara, o como si supiera que él iba a verla.
5
El sol empezaba a deslizarse detrás del filo de la sierra cuando él sintió la presencia antes que la viera. El aire mismo pareció detenerse, como si el valle contuviera el aliento.
A unos pasos, la figura de Kuyén se recortaba contra el polvo dorado, inmóvil, casi una sombra más en ese paisaje de piedra y viento. El brillo negro de su caballo parecía absorber la luz que le llegaba, y ella misma parecía una nota blanca y amarga en ese mundo seco.
No hubo saludo ni palabra. Él se acercó con la cautela de quien no sabe si sus pasos serán bienvenidos o expulsados. Ella no apartó la mirada, pero tampoco la fijó en él; sus ojos negros se deslizaron por encima como corrientes suaves.
El hombre sintió un vacío profundo al querer descifrarla. No había miedo, pero tampoco invitación. Había algo que se negaba a revelarse.
Un suspiro del manzano le pareció un gemido. Miró hacia el tronco y vio en la corteza una mancha oscura que parecía latir. La sangre que brotaba no era solo del árbol, pensó. Era la sombra de aquella pasión antigua, brutal y contenida.
Sin pensar, se sentó a su lado, sintiendo que las horas podían estirarse para dejar lugar al silencio, a la espera, a la duda. Ella dejó caer la bolsa de semillas y se limpió el polvo de las manos con el borde del vestido.
—El mundo no recuerda —murmuró Kuyén—, pero el viento y el barro no olvidan.
Él no supo qué responder, porque la voz de ella era un hilo cortante, una verdad que dolía y a la vez invitaba.
El sol ya se había perdido tras las cumbres, y la noche, lenta y espesa, se extendía como un manto frío sobre la tierra abierta. El viento se levantó de golpe, cruzando el llano con un susurro seco que sacudió las ramas del manzano. Kuyén no se movió; apenas cerró los ojos, como si bebiera de ese aire áspero que sabía a polvo y distancia. Él sintió el calor en el pecho, un fuego que no pedía permiso. Sus manos, antes quietas, comenzaron a temblar, como si fueran incapaces de sostenerse en su lugar. La mujer delante suyo era un misterio sin resolver, un abismo que atraía y asustaba.
Sin decir palabra, dio un paso hacia ella. La distancia se acortó, y la fragilidad de Kuyén pareció intensificarse, como si en ese gesto su cuerpo supiera que la fuerza que venía era inevitable.
Sus dedos rozaron el borde del vestido, la tela que cubría su piel nívea y suave. Ella no retiró la mano ni se apartó. Había una resignación difícil de leer, como si el roce no fuera bienvenido, pero tampoco rechazado.
La boca del hombre buscó los labios finos de Kuyén, que se dejaron encontrar, cerrados en una mudez que dolía. Su beso fue una mezcla de urgencia y violencia contenida, un grito sin voz que lo exigía todo.
Los cuerpos se acercaron con la dureza de la tierra seca, con la gravedad que impone el deseo que no sabe otra forma de expresarse que la fuerza. El vacío quedó atrás, absorbido por el susurro del viento y el pulso invisible del manzano, cuya sangre brotaba oscura y viva, un testimonio de lo inevitable, de lo ancestral.
Cuando el hombre se apartó, la mirada de Kuyén no era ni de sumisión ni de victoria, sino de un cansancio antiguo, profundo, que no terminaba de romperse.
El manzano observaba, sangrante y firme, como el único juez que no olvidaba nada.
La luz se había retirado sin ruido, dejando al mundo envuelto en una penumbra espesa. La sombra del manzano se alargaba como un manto frío sobre la tierra. Ellos permanecían juntos, sin palabras, como si solo así pudieran comprenderse.
Kuyén apoyó la cabeza en el pecho del hombre, buscando un respiro, un refugio que ni ella misma sabía si merecía. Él, con las manos temblorosas, dejó que esa fragilidad se alojara, aunque en su interior ardiera una tormenta contenida.
El aire, denso y pesado, cargaba con un olor a tierra mojada y sangre antigua, como si el manzano guardara en sus raíces las memorias de todas las pasiones y heridas que había presenciado.
De pronto, un susurro llegó con el viento, apenas un eco que parecía venir del árbol: una palabra o un lamento que se perdió antes de ser comprendido.
El hombre separó a Kuyén con cuidado, mirándola a los ojos, tratando de encontrar en esa mirada la verdad que ambos esquivaban.
Ella, con una sonrisa apenas perceptible, le dijo:
—No hay caminos claros bajo esta luna.
El hombre asintió, entendiendo que todo lo que habían compartido era un pacto sin promesas, una sombra que se desvanecería con la luz.
Y en esa noche que parecía eterna, solo quedaba el eco de un deseo brutal, la oscuridad tibia del alivio y la confusión profunda de lo vivido.
Kuyén, sin decir palabra, recogió la bolsa de semillas. Se acercó al manzano, apoyó las manos en el tronco herido y dejó caer una semilla en la grieta sangrante. La tierra, oscura y húmeda, la recibió con calma, como quien recibe un secreto que no debe repetirse.
Sin volver la vista, giró sobre sus talones y partió descalza hacia el pedemonte, llevándose con ella el brillo oscuro de su caballo y el eco de una noche que no tendría regreso.
Actividades:
1. ¿Qué simboliza el manzano herido en la historia y cómo refleja el estado emocional del hombre y de Kuyén?
2. El río y el huillín aparecen como elementos que mezclan lo natural con lo sobrenatural. ¿Qué crees que representan estos símbolos en relación con los miedos o recuerdos del protagonista?
3. Analiza la relación entre el hombre y Kuyén: ¿cómo se manifiestan la atracción, el deseo y la fragilidad en su encuentro, y qué nos dice esto sobre la naturaleza de sus emociones?
4. El cuento alterna entre descripciones muy concretas del paisaje y escenas casi oníricas o fantásticas. ¿Cuál crees que es el efecto de este contraste en la atmósfera del relato y en la percepción del lector sobre los personajes?
5. El acto final de Kuyén dejando caer la semilla en la grieta del manzano parece cargado de simbolismo. ¿Qué interpretación le darías a este gesto y cómo conecta con los temas de memoria, resiliencia o renovación presentes en el cuento?
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