Rayuela, capítulo 3

 El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira

sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el

pelo de la Maga dormida contra él. Era la madrugada del lunes, habían dejado

irse la tarde y la noche del domingo, leyendo, escuchando discos, levantándose

alternativamente para calentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de

Haydn la Maga se había dormido y Oliveira, sin ganas de seguir escuchando,

desenchufó el tocadiscos desde la cama; el disco siguió girando unas pocas

vueltas, ya sin que ningún sonido brotara del parlante. No sabía por qué pero

esa inercia estúpida lo había hecho pensar en los movimientos aparentemente

inútiles de algunos insectos, de algunos niños. No podía dormir, fumaba

mirando la ventana abierta, la bohardilla donde a veces un violinista con joroba

estudiaba hasta muy tarde. No hacía calor, pero el cuerpo de la Maga le

calentaba la pierna y el flanco derecho; se apartó poco a poco, pensó que la

noche iba a ser larga.

Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y él habían conseguido

llegar al final de un encuentro sin chocar y sin exasperarse. Le importaba muy

poco la carta de su hermano, rotundo abogado rosarino que producía cuatro

pliegos de papel avión acerca de los deberes filiales y ciudadanos malbaratados

por Oliveira. La carta era una verdadera delicia y ya la había fijado con scotch

tape en la pared para que la saborearan sus amigos. Lo único importante era la

confirmación de un envío de dinero por la bolsa negra, que su hermano llamaba

delicadamente «el comisionista». Oliveira pensó que podría comprar unos libros

que andaba queriendo leer, y que le daría tres mil francos a la Maga para que

hiciese lo que le diera la gana, probablemente comprar un elefante de felpa de

tamaño casi natural para estupefacción de Rocamadour. Por la mañana tendría

que ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con

Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a

dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer

pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción

había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover

algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no entrar o

entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una

carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita

frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del

presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía

realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de

moralista. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta

misma y no su máscara. Oliveira encendió otro cigarrillo, y su mínimo hacer lo

obligó a sonreírse irónicamente y a tomarse el pelo en el acto mismo. Poco le

importaban los análisis superficiales, casi siempre viciados por la distracción y

las trampas filológicas. Lo único cierto era el peso en la boca del estómago, la

sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado

bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las

mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los

isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre. Si algo había elegido

desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una

«cultura», truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo

a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la

rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de fiaca sistemática, como la definía su

camarada Traveler, se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en el que

militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque la cosa era

posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas mediante una

especialización de cualquier orden, cuyo ejercicio confería irónicamente las más

altas ejecutorias de argentinidad. Por lo demás le parecía tramposo y fácil

mezclar problemas históricos como el ser argentino o esquimal, con problemas

como el de la acción o la renuncia. Había vivido lo suficiente para sospechar

eso que, pegado a las narices de cualquiera, se le escapa con la mayor

frecuencia: el peso del sujeto en la noción del objeto. La Maga era de las pocas

que no olvidaban jamás que la cara de un tipo influía siempre en la idea que

pudiera hacerse del comunismo o la civilización cretomicénica, y que la forma

de sus manos estaba presente en lo que su dueño pudiera sentir frente a

Ghirlandaio o Dostoievski. Por eso Oliveira tendía a admitir que su grupo

sanguíneo, el hecho de haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos,

unos amores contrariados en la adolescencia y una facilidad para la astenia

podían ser factores de primer orden en su cosmovisión. Era clase media, era

porteño, era colegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás. Lo malo

estaba en que a fuerza de temer la excesiva localización de los puntos de vista,

había terminado por pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, a

mirar desde el fiel los platillos de la balanza. En París todo le era Buenos Aires

y viceversa; en lo más ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y el

olvido. Actitud perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco que se volviera un

reflejo y una técnica; la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del atleta

perfectamente estúpido. Se empieza a andar por la vida con el paso pachorriento

del filósofo y del clochard, reduciendo cada vez más los gestos vitales al mero

instinto de conservación, al ejercicio de una conciencia más atenta a no dejarse

engañar que a aprehender la verdad. Quietismo laico, ataraxia moderada, atenta

desatención. Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al espectáculo

de esa parcelación Tupac-Amarú, no incurrir en el pobre egocentrismo

(criollicentrismo,

suburcentrismo,

cultucentrismo,

folklocentrismo)

que

cotidianamente se proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles. A

los diez años, una tarde de tíos y pontificantes homilías histórico-políticas a la

sombra de unos paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción

contra el tan hispanoítalo-argentino «¡Se lo digo yo!», acompañado de un

puñetazo rotundo que debía servir de ratificación iracunda. Glielo dico io! ¡Se

lo digo yo, carajo! Ese yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor

probatorio tenía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los

quince años se había enterado del «sólo sé que no sé nada»; la cicuta

concomitante le había parecido inevitable, no se desafía a la gente en esa forma,

se lo digo yo. Más tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formas

superiores de cultura el peso de las autoridades y las influencias, la confianza

que dan las buenas lecturas y la inteligencia, producían también su «se lo digo

yo» finamente disimulado, incluso para el que lo profería: ahora se sucedían los

«siempre he creído», «si de algo estoy seguro», «es evidente que», casi nunca

compensado por una apreciación desapasionada del punto de vista opuesto.

Como si la especie velara en el individuo para no dejarlo avanzar demasiado

por el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el vaivén sentimental. En un

punto dado nacía el callo, la esclerosis, la definición: o negro o blanco, radical o

conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o

Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía. Y estaba bien, porque

la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira; la carta de su hermano era

exactamente la expresión de esa repulsa.

«Lo malo de todo esto», pensó, «es que desemboca inevitablemente en el

animula vagula blandula. ¿Qué hacer? Con esta pregunta empecé a no dormir.

Oblomov, cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan a la acción:

Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, o tranquilamente Chippendale y

zapatillas y un buen fuego? El sirio, después de todo, elogió escandalosamente a

Marta, es sabido. ¿Das la batalla, Aduna? No podés negar los valores, rey

indeciso. La lucha por la lucha misma, vivir peligrosamente, pensá en Mario el

Epicúreo, en Richard Hillary, en Kyo, en T.E. Lawrence... Felices los que

eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos,

los escapistas perfectos».

Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que su punto de vista fuera el

de la zorra mirando las uvas. Y también podía ser que tuviese razón, pero una

razón mezquina y lamentable, una razón de hormiga contra cigarra. Si la lucidez

desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma

particularmente diabólica de ceguera? La estupidez del héroe militar que salta

con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndose de gloria, insinuaban quizá

una supervisión, un instantáneo asomarse a algo absoluto, por fuera de toda

conciencia (no se le pide eso a un sargento), frente a lo cual la clarividencia

ordinaria, la lucidez de gabinete, de tres de la mañana en la cama y en mitad de

un cigarrillo, eran menos eficaces que las de un topo.

Le habló de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba

contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.

—Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado antes de hacer nada.

—Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina.

—Partís del principio —dijo la Maga—. Qué complicado. Vos sos como un

testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros

están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro,

Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos

creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás

en la pieza.

—Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijo Oliveira.

—¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idiota que quería ver para

creer?

—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había

embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba

cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de

la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río

abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube,

imagen: exactamente eso, a menos que...

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