Yo no sé si ustedes se han fijado el calor brutal que
hacía ayer. ¿No? Era una temperatura como para refugiarse en un bungalow y
buscar media docena de bayaderas para que con plumeros le hicieran fresco a
uno. Y sin embargo vi a un hombre que se envolvía en franela. Les parecerá
absurdo, pero vean cómo fue.
Terminaba a las seis de la tarde de hacer gimnasia en
la Yumen (YMCA.) y estaba en el salón de armarios, cuando un tío enormemente
grande comienza a desvestirse a mi lado.
No fue nada eso, sino lo que hizo una vez desvestido.
De un paquete que traía sacó una pieza de franela, ¡qué sé yo cuántas varas
serían!, y con ellas comenzó a liarse el estómago y el vientre como un
contrabandista de seda.
Usted hubiera abierto los ojos como platos, aunque
fuera indiscreto, ¿no? Pues yo hice lo mismo. Lo miraba al gigante con los ojos
y la boca abiertos. Lo miraba, y el «goliat» de marras, sin hacerme caso,
seguía enfardándose el estómago con la franela.
Al fin no pude contenerme y le dije, sonriendo:
—¿No tendrá usted calor al hacer ejercicios con esa
franela?
—Es para enflaquecer —contestóme el otro con vozarrón
de bronce. Y acto seguido, sobre ese colchón de franela que le envolvía el
estómago y vientre, mi gigante se endilgó un camisetón de lana, exclusivamente
útil para ir al polo; pues en otra región lo haría sudar a un esquimal. Y acto
seguido se explicó—: Los que no enflaquecen son los que no quieren.
Luego, olímpicamente, me volvió la espalda y se
dirigió a la cancha a hacerse una buena media hora de descoyuntamiento al
trote.
Y un señor que había escuchado todo lo que conversamos
y que sabía quién era yo, me dijo:
—Vea, aquí en la Asociación no hay uno que no haga
gimnasia sueca por algún motivo. El hombre es de por sí haragán, y cuando se
resuelve a hacer un esfuerzo al que no está acostumbrado, es porque algo grave
le pasa en el interior. Usted, por ejemplo, ¿por qué hace gimnasia?
—Me lo recomendó un médico. Estaba excesivamente
nervioso.
—Ha visto. Yo, en cambio, le voy a contar una
historia. Usted será discreto, es decir que no dirá que he sido yo quien se la
ha contado.
—Encantado, cuéntemelo que quiera. Puedo hacer una
nota con su historia.
—Sí, y allá va.
He aquí el relato del compañero de gimnasia:
—Tenía una novia con la cual corté relaciones
bruscamente. Nos dirigimos cartas atroces. Lo grave es que yo la quería tanto,
que una vez que hube cortado comprendí que me iba a ocurrir algo terrible.
Enloquecía o hacía un disparate. Eso no hubiera sido nada si una noche,
mirándome en un espejo, no observo que estaba aviejándome por horas. Y de
pronto se me ocurrió esta idea:
«Dentro de un año el sufrimiento me habrá convertido
en una cáscara de hombre. Estaré flaco, agobiado y roto. Y de pronto me vi así,
pero en el futuro y en la calle. El destino me había colocado frente a mi
exnovia, pero mi exnovia iba ahora acompañada por un magnífico buen mozo, y me
miraba irónicamente, como diciendo: “Qué poca cosa estás hecho. ¿Es posible que
haya sido tan estúpida en quererte?”.
»Bueno, cuando yo pensé o mejor dicho tuve la visión
de mi futuro, créame, salí a la calle, pero enloquecido. Necesitaba salvarme,
salvarme de la catástrofe que tenía en puerta con el agotamiento que me
sobrevendría debido a mi exceso de sensibilidad. Caminé toda la noche pensando
en lo que podría hacer, de pronto me acordé de la gimnasia sueca, de la
salvación física por medio del ejercicio, y créame, he pasado unos minutos de
deslumbramiento maravilloso, de una alegría como la que debieron experimentar
los místicos cuando comprendían que habían encontrado la entrada del Paraíso.
»Excuso decirle que yo era un perezoso como los que
usted pinta en sus notas. Y algo peor todavía. Indolente hasta decir basta.
Pues no dormí esa noche; fíjese, no tenía dinero, empeñé todo lo que tenía para
pagar los derechos de entrada a la Yumen y dos días después estaba haciendo
gimnasia.
»Usted que comienza a hacer ejercicio ahora, se dará
cuenta de los efectos de la gimnasia en un individuo físicamente agotado,
espiritualmente desmoralizado. Más de una vez estuve tentado de abandonarlo
todo, pero en momentos en que iba a dejar la fila se me aparecía el fantasma de
esa muchacha, en compañía del otro, del otro que algún día la acompañaría por
la calle. De esos dos fantasmas sólo veía yo dos ojos burlones, los de ella,
diciendo: “qué poca cosa sos”, y entonces, créame, aunque estaba adolorido, con
los músculos tensos, casi quemando, hacia un esfuerzo, apretaba los dientes y
rabioso persistía en el ejercicio, en la ejecución perfecta de los movimientos.
Y qué alegría, amigo, cuando hacemos vencer a la voluntad. Y así ya ve, de un
hombre físicamente insignifacante que era me he convertido en una máquina casi
perfecta».
Mientras mi compañero hablaba yo sonreía. Pensaba en
los recovecos que tiene el orgullo humano. Realmente, el hombre es un animal
extraordinario. Tiene posibilidades fantásticas. Y mi camarada termina:
—¿Se da cuenta? El sufrimiento que a otro lo hubiera
hundido a mí me salvó. Si hace la nota recomiéndele a los que quieran
suicidarse por angustias de amor, que hagan gimnasia sueca.
No pude retener la pregunta:
—Y a ella ¿nunca la vio?
—No, pero algún día nos encontraremos. ¿Y se da cuenta
la sorpresa que experimentará? En vez de encontrarse con un individuo roto por
la vida como el que ella conoció, se encontrará con un hombre maravillosamente
reconstituido fuerte y más interesante que el que fue.
Indudablemente, el hombre es un animal extraordinario,
que cuando tiene condiciones, encuentra tangentes inesperadas para convertirse
siempre en mejor y mejor. Y quizá la verdadera vida sea eso: constante
superación de sí mismo.
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