He sido testigo de una escena que me parece digna de
relatarse.
Un amigo y yo solemos concurrir a un café que
atiende el propietario del mismo, su mujer y dos hijos. De los hijos, el mayor
tendrá nueve años, el menor, siete. Mas los mocosos se desempeñan como mozos
auténticos, y no hay nada que decir del servicio, como no ser que en los
intervalos las criaturas aprovechan para hacer pavadas, que, gracias al diablo,
al padre y a la madre, ni tiempo de hacer macanas dignas de su edad tienen.
¿Qué macanas? Trabajar. Hay que ver al padre. Tiene
cara meliflua y es de esos hombres que castigan a los hijos con una correa,
mientras les dicen despacito al oído: «Cuidado con gritar, ¿eh?, que si no te
mato». Y lo más grave es que no los matan, sino que los dejan moribundos a
lonjazos.
La madre es una mujer gorda, ceño acentuado,
bigotes, brazos de jamón y ojos que vigilan el centavo con más prolijidad que
si el centavo fuera un millón. Hombre y mujer se llevan admirablemente. Os
recuerdan el matrimonio Thenardier, el posadero que decía: «Al viajero hay que
cobrarle hasta las moscas que su perro se come». No piensan nada más que en el
maldito dinero. Habría que encerrarlos en una pieza llena de discos de oro y
dejarlos morir de hambre allí dentro.
Mi amigo suele dejar varias monedas de propina. No
es pobre. Bueno: yo creo que el chico que nos servía cometió la imprudencia de
decirle al padre eso, porque ayer, cuando nos sentamos, nos sirvió el mocoso,
pero en el momento de levantarnos y dejar paga la consumición, preciso instante
en que el chico venía para recoger las monedas, el padre, que vigilaba un gato
o una paloma distraída, el padre se precipitó, le dio una orden al chico, y,
¡fíjese bien!, sin contar el dinero, para ver si estaba o no justo el pago de
la consumición, se lo echó al bolsillo. El chico miró lastimeramente en nuestra
dirección.
Mi amigo vaciló. Quería dejar una propina para el
mocito; y entonces yo le dije:
—No. No hay que hacer eso. Dejá que el chico juzgue
al padre. Si vos le dejás propina, la impresión penosa que tuvo se borra
inmediatamente. En cambio, si no le dejás propina, no se olvidará nunca de que
el padre le «robó» por prepotencia dos moneditas que él sabe perfectamente
estaban allí para él. Es necesario que los hijos juzguen a sus padres. ¿Pensás
que las injusticias se olvidan? Algún día, ese chico que no ha tenido infancia,
que no ha tenido juegos apropiados a su edad, que fue puesto a trabajar en
cuanto pudo servir al prójimo, algún día el chico ese odiará al padre por toda
la explotación inicua de que lo hizo víctima.
Luego nos separamos; pero me quedé pensando en el
asunto.
Recuerdo que otra mañana encontré en una calle de
Palermo a un carnicero gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de
carne a un chico hijo suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico
caminaba completamente torcido, y la gente (¡es tan estúpida!), sonreía; y el
padre también. En fin, el hombre estaba orgulloso de tener en su familia, tan
temprano, un burro de carga, y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían,
como diciendo:
—¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come!
Pensé hacer una nota con el asunto; luego otros
temas me hicieron olvidarlo, hasta que el otro acto me lo recordó.
Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos,
o qué es lo que son. Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las
familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En cuanto
tiene uso de razón o fuerzas «lo colocan». El chico trabaja y los padres cobran.
Si se les dice algo al respecto, la única disculpa que tienen estos canallas
es:
—Y… ¡hay que aprovechar mientras que son chicos!
Porque cuando son grandes se casan y ya no se acuerdan más del padre que les
dio la vida (Como si ellos hubieran pedido antes de ser que les dieran la
vida).
Y cuando son chicos se les hace trabajar porque
alguna vez serán grandes; y cuando son grandes, tienen que trabajar, porque si
no ¡se mueren de hambre!…
Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a
agachar el lomo. Entrega la quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto
hace el servicio militar, se casa y no quiere saber nada con «los viejos». Los
detesta. Ellos le agriaron la infancia. Él no lo sabe, pero los detesta,
inconscientemente.
Vaya usted y converse con esos centenares de
muchachos trabajadores. Todos le dirán lo mismo: «Desde que yo era un purrete,
me metieron al yugo». Hay padres que han explotado bárbaramente a los hijos. Y
los que hicieron una fortuna no les importa un ardite el odio de los hijos.
Dicen: «Tenemos plata y nos respetarán».
Hay casos curiosos. Conozco el de un colchonero que
posee diez o quince casas. Es rico hasta decir basta. El hijo se desgarró.
Ahora es un borrachín. A veces, cuando está en curda, asoma la cabeza entre los
colchones y le grita al padre, que está cardando lana:
—¡Cuando revientes, con tu plata los voy a vestir de
colorado a todos los borrachos de Flores! Y las casitas, ¡las vamos a convertir
en vino!
Se explican estas monstruosidades. ¡Claro! La
relación entre estos padres e hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón
exigente y un operario necesitado. Y estos hijos están deseando que «reviente»
el padre para malgastar en un año de haraganería la fortuna que él acumuló en
cincuenta de trabajo odioso, implacable, tacaño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario