La otra noche me decía el amigo
Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:
—¿Usted
no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí
tiene argumento para una nota curiosa.
Y de
inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera
despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio
Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las
tres de la mañana.
Naturalmente,
pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que
tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera
utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente,
no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de
luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas
y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un
viento de maleficio.
¿Qué
es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento
en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar un hombre?
¿Quiénes
están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere
alguien en ese lugar?
En
el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las
azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan
mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque
ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas
por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre
los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la
sombra, el vigilante que se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante
pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas,
mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio
temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga
sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente,
esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas
ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando
mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque
es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la
noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen
amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos
se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará
sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego
al calentador para preparar el agua para el mate.
Y
mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la
madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo,
analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura,
que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el
silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas
las palabras.
Esa
es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina,
sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un
problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se
pueden embuchar toda la noche.
Hay
otra ventana que es tan cordial como esta, y es la ventana del paisaje del bar
tirolés.
En
todos los bares «imitación Munich» un pintor humorista y genial ha pintado unas
escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades
con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales
se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con
medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la indispensable pluma.
Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas,
miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta
de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo
garrote desde la altura.
La
obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de
un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en
torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable frau.
Pero
la frau es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La
ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana
de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente,
lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de
socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un
hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada
de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha
estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el
amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana
iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se
oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso
poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores,
moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana
iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.
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