El infierno prometido, capítulo 1

“La sola mención de Buenos Aires hacía temblar a muchos europeos.”

Donna J. Guy
Cerca del río el terreno hacía una pequeña hondonada donde crecían unos cuantos árboles. En primavera el piso húmedo y frío se llenaba de fresas silvestres; en otoño, de hojas secas. Y era otoño (una gris, amenazante tarde de otoño) cuando Dina, acurrucada junto a un tronco, leía ensimismada, ignorando el frío, envuelta en el chal que se había tejido tres veranos atrás.
Kazrilev, 2 de julio de 1926
Querido Diario:
El miércoles la tía Jaique me regaló tres rosas de su jardín: una roja, dos rosadas. Las rosadas eran dos pimpollos tan bellos y llenos de vida como yo misma, Los puse en el agua para que se abrieran. La roja se abrió en seguida y la que me había pareci­do más fea fue pronto la más bella. Los dos pimpollos vivieron hermosos, cerrados y frescos el miércoles, el jueves y el vier­nes, A pesar de que les cambié el agua todos los días y les prodigaba todos los cuidados, se negaron a abrirse. Ayer se empegaron a marchitar. Hoy están muertos. Murieron con toda


su belleza escondida, dejaron pasar la oportunidad que les di (¡incluso el sábado les cambié el agua a escondidas!). En cam­bio la rosa roja recién hoy agoniza feliz. Se ha abierto tanto que me emociona mirarla. ¿Moriré como las rosas rosadas? ¡Voy a cumplir dieciséis años y tengo tanto para dar! Ahí están, caí­das, fúnebres, pequeños pimpollitos mustios que desperdicia­ron la Oportunidadpor la que Dios los creó, por la que fueron cultivados, recogidos, cuidados. ¿Terminaré igual que ellos, soltera, mi cuerpo intacto, a espaldas de la vida?”
“En todo caso, si sigo acá voy a terminar con pulmonía”, pensó Dina tiritando. Y también pensó en la ropa que se apelmazaba mo­jada, lista para colgar, en la palangana, y en los gritos de la madre porque una vez más desaparecía cuando se iba al río a lavar, justo ahora que el tiempo cambiaba y las cosas ya no se secaban tan rápido como antes. Ya no era primavera, definitivamente. “Hay li­bros más interesantes que tus penas”, se recriminó incorporándose y guardando el Diario; muchas veces se consideraba a sí misma soberbia, egoísta y decididamente mala.
Una hojita pequeña planeó muy cerca de su mano y tocó tierra junto a su bota, con increíble delicadeza. Dina no supo por qué se le llenaron los ojos de lágrimas. Le ocurría a menudo, porque sí, cuan­do estaba en los días impuros.
Gris, frío y triste, el bosquecito era, sin embargo, hermoso. El río murmuraba apenas a la vera, con ese verde profundo y oscuro de las tardes nubladas. Las ramas se movían suavemente, las hojas caían casi en silencio sobre un suelo que empezaba a volverse ama­rillo. La chica salió del bosque con paso rápido y una opresión en el pecho. Dejó la palangana en tierra y se lo tocó con las dos manos, respiró profundamente el aire frío, se detuvo un instante para mirar su aldea desde allí. Las casitas bajas de Kazrilev, con sus patios de tierra, sus establos, sus techos de adobe, las gallinas y los gansos que cloqueaban, el edificio de dos plantas de la sinagoga, el único —junto con la casa de Leibe, el carnicero— donde la madera resplandecía, prolija y bien mantenida; más allá, las casas de los polacos, su iglesia, la mansión del barón Kuszocki. Pobres y ricos, judíos y gentiles, todo le pareció, una vez más, tan mezquino, tan estrecho. ¿Y ahí vivía el “buen judío” al que sus padres querrían, tarde o temprano, entregarla? ¿Ahí iba a pasar ella su vida miserable, rezando a Dios para que no le diera muchos hijos? Porque los hijos se enferman y se mueren si no hay dinero. ¿Qué pasó, si no, con sus dos primitos? 'A tía Jaique le quedaron cuatro. ¿Llegarían a grandes? ¿De dónde tanto esfuerzo por traer tantos hijos al mundo?
Dina respiró hondo, largó el aire con fuerza para descomprimir el pecho. Ajena a su angustia, su aldeíta, su stehtl, atardec^a en silencio, dulcemente, una mansa bestia dormida que guarda silen­ciosa su veneno letal. ¿Era acá donde iba a desperdiciar, como los pimpollos, su Oportunidad, la gran oportunidad de la existencia, envejeciendo entre rituales religiosos en los que creía a medias y un marido ignorante al que obedecer, un mediocre que consideraría locura o pecado todas sus inquietudes, todas sus preguntas?
Estaba Iosel, claro, Iosel sí la entendía. Pero Iosel a ella no le gustaba, aunque lo quisiera mucho. Y además tenía más dine­ro, sus padres aspiraban a otra clase de novia. Igual, él ya les había avisado que se iba a casar solamente por amor y cuando se le diera la gana. Se lo contó a Dina con los ojos chispeantes, mirándola fijo. En esa mirada ella leyó la batalla que había transcurrido, los gritos, la firmeza, y lo admiró al mismo tiempo que le apenaba entender que ella era incapaz de responderle como merecía, como seguramente deseaba. Iosel era feo, era invenciblemente pálido, de piel demasiado grasosa y picada de viruelas, de barba demasiado rala. ¡Y sin embargo sabía tantas cosas, era tan brillante, tan audaz! Su mamá odiaba a Iosel; su papá no, pero le tenía un poco de miedo.
Iosel despreciaba el stehtl. “¿Qué hay, acaso, en Kazrilev? De un lado, ignorantes embrutecidos y fanáticos”, decía refiriéndose a los polacos; “del otro nosotros, temerosos resignados, atados a la tradición y a las humillaciones por superstición y obediencia”. Eran las nuevas ideas; ideas de bolcheviques, tan fascinantes. Iosel exa­geraba, claro. “Es demasiado loco ese muchacho”, le advertía la mamá, “que no te llene la cabeza”. Sin embargo, era el único con el que se podía hablar en la escuela. Y tal vez no exagerara, tal vez, después de todo, tuviera razón. Con sus dieciséis años, Dina ya sabía criticar lo que la rodeaba: “¿O no se la pasa el rabino explican­do que todo lo que sufre nuestra gente son pruebas que Dios envía a su amado pueblo elegido?” “Resignación y obediencia”, decía Iosel con asco, y su fea barba rala, sacrilegamente recortada, temblaba de indignación.
“¡Qué pena que Iosel sea tan feo!”, volvió a decirse Dina since­ramente, y se sintió mal por pensarlo. Pero era así: feo y un poco pesado. Muy inteligente, muy bueno. Pero no. Iosel no era el hom­bre que ella estaba aguardando.
De pronto sintió que tenía tanto por entregar que iba a desbor­darse, a ahogarse, a morir de riqueza como un bote que se hunde en el río por sobrepeso. Otra vez se le cayeron las lágrimas. Emprendió el camino hacia la aldea sintiendo que era una condenada que vol­vía a prisión. Pero entonces el aire le trajo música. Música dulce, suya, alegre e infinitamente melancólica al mismo tiempo. Sin dete­nerse, buscó con la mirada en el techo de la casa de Motl, el carpin­tero. Ahí estaba la silueta: Motl y su violín. “No sólo resignación y obediencia, Iosel”, murmuró Dina y sonrió. La tristeza empezó a evaporarse. Las notas ondeaban como un campo de trigo bajo el viento y Dina sintió que Dios la escuchaba, que le enviaba una respuesta. Algo latía tal vez en esa aldea, en esa pequeña y pobre aldea, tal vez ahí o muy cerca de ella, sí estuviera después de todo el hombre capaz de recibir el tesoro que la ahogaba, el que llevaba adentro.
Todas las mañanas Dina y su único hermano, Marcos, de once años, subían al carro y viajaban 4 kilómetros hasta la escuela pola­ca, en la pequeña ciudad de Markuszew. No era fácil la travesía durante los oscuros amaneceres de invierno, tiritando bajo chale­cos, mantones, ropa sobre ropa porque todo el dinero era para pagar la escuela, no había dinero para abrigos de piel. Y sí lo había habido para que el padre de Dina y Marcos, endeudándose, cargándose de compromisos y trabajo, consiguiera que su hija fuera admitida en el gimnasio. No era fácil ni usual, la chica lo sabía y por eso iba feliz cada mañana, consciente del privilegio aun en esas madrugadas negras en que el carro avanzaba entre la nieve.
Era realmente afortunada: en vez de poner su destino en manos de la casamentera, su padre la enviaba a estudiar; su padre, el herre­ro Schmiel Hamer, había discutido a gritos con Jane, su mujer, para que su hija mayor, única hija (porque ya después de Marcos no iba a nacer ninguno más, lo había dicho el médico), tan inteligente hija, pudiera estudiar. “Dios me dio dos, son solamente dos; otros se la­mentarían, yo me alegro de poder, porque son sólo dos, darles lo máximo”, dijo su tate a su mame. “¿Dios quiso que la mayor fuera mujer y tuviera cabeza? ¿Por qué casarla tan pronto, entonces?”
La mame protestó mucho y buscó en seguida la complicidad de su niña. Pero asombrada, horrorizada, descubrió que no contaba con ella. “Yo quiero estudiar”, susurró Dina primero con timidez y cul­pa, después, ya a solas con su mame, con una firmeza serena que Jane le conocía pero no esperaba en este caso. La señora consideró una traición imperdonable que su hija no la apoyara. Y cedió, por supuesto, pero con furia, con resentimiento, murmurando por lo bajo contra ese esposo absurdo al que debía obediencia y contra esa hija ingrata que la dejaba sola y marchaba a la catástrofe.
—¿Así que tu padre y vos quieren tu ruina? —le gritó a Dina el día de la última pelea— ¡Pues la vas a tener! ¿No te casás ahora, joven y fresca? ¡No te vas a casar más!
—Mame, ¿cómo puede estar segura de eso? ¿Acaso la única edad para casarse es la que tenía usted?
Como si no la escuchara, Jane la miró de arriba abajo y de pronto dijo:
—¡Ay, Dios no quiera que te pierdas! ¡Dios no lo quiera! —apa­rentemente era una súplica, pero el tono era más bien de amenaza, de profecía.
Dina lo notó. “Quiere que me vaya mal”, pensó con amargura. Sin embargo, prefirió ignorarlo y tratar de calmarla. Odiaba las peleas y los gritos.
—¿Por qué me voy a perder, mame? —dijo dulcemente, acer­cándose para abrazarla— ¿No me tiene confianza? Mame, el mundo está cambiando, no se preocupe. Una mujer puede casarse bien más grande.
—Los buenos partidos de Kazrilev van a estar casados o prome­tidos para cuando termines el gimnasio.
—Tal vez en Kazrilev, tal vez cerca d5 acá. Y hay qile ver. Pero, mame, en primer lugar a lo mejor ya hay otras ideas de lo que os un buen marido.
—¿Qué decís? ¿Ahora vas a elegir vos el marido? ¿Tu padre te puso también eso en la cabeza?
No. Ni su padre ni nadie. Y ella pensaba en eso, sí, elegir ella, pero no se lo iba a decir tan directamente. Trató de calmar a la mame pero a cambio recibió una poderosa bofetada. Llevándose la mano a la mejilla, Dina descubrió a esa Dina que llevaba adentro y pocas veces aparecía. Con la voz vibrante de desafío, gritó:
—Y en segundo lugar, mame, me pegue o no me pegue le aviso que yo no me voy a quedar en Kazrilev cuando termine el gimnasio.
Descontrolada por la furia, su madre tiró al piso lo que estaba amasando.
—¡No, claro que no! ¡Vos vas a terminar en Buenos Aires!
“¡Vas a terminar en Buenos Aires!” El insulto entró como un pu­ñal y no salió, se quedó ahí clavado. Muy callada, los ojos nublados por las lágrimas que bajaban automáticamente, Dina vio a su mamá aga­charse con trabajo para levantar la masa, negra de tierra, inútil. Le pareció que tenía las manos más viejas que nunca cuando las descubrió temblando, venosas, deformadas, mientras tiraban la masa a la basu­ra. No hizo ningún gesto para ayudarla. Esperó a que se doblara sobre la mesa de cocina, echando nueva harina, nueva manteca, los únicos dos huevos que quedaban. Se dio media vuelta y se fue.
Después de ese día la madre no habló más del asunto. Durante un tiempo casi no dirigió palabra a su marido y a su hija, a Dina sólo le hablaba para darle indicaciones sobre el trabajo doméstico. Nun­ca le pidió disculpas por la tremenda ofensa, nunca reconoció nada. Pasaron algunas semanas y volvió a sonreír y hasta a ser un poco cariñosa; la tensión aflojó, pero Dina supo que nada iba a ser ya como siempre. Algo se había roto entre las dos y no parecía tener remedio.
Mientras tanto, Schmiel Hamer había golpeado puertas, había trabajado de más, había enrejado dos grandes ventanas en la casa del director del gimnasio y había logrado que la hija mayor fuera admitida en la escuela secundaria. Era una de las dos mujeres del curso (la otra era Janka, una polaca seria y rechoncha, de memoria prodigiosa, que además no parecía antisemita). En Kazrilev, entre los suyos, sólo Sara, la hija del carnicero, el judío más rico del pueblo, seguía estudiando. Pero no asistía a la escuela, Sara tenía un maestro particular.


A Dina le gustaba el gimnasio. Le interesaba lo que estudiaba, le interesaban sus conversaciones con su amigo Iosel y también observar el otro mundo, el diferente y paralelo, lejanísimo pero ad­yacente, en el que vivían sus compañeros polacos. Casi no hablaba con ellos —su contacto era con Iosel y Ponchik, los otros dos judíos de su clase— pero los escuchaba, los observaba y aunque por mo­mentos coincidía con Iosel y le parecían, en su diferencia, tan sim­ples, superficiales, temerosos e ignorantes como la mayor parte de sus paisanos de Kazrilev, por momentos los envidiaba porque los veía bellos, fuertes, audaces, capaces de disfrutar del mundo y de adecuarse a él con un brillo, una naturalidad que ni ella, ni Iosel, ni ninguno de los suyos podría conseguir.
Además, no todos los polacos del curso eran brutos. No lo eran Janka ni Andrei. Andrei, el buenmozo Andrei, el hijo de Kowal, influyente secretario del municipio; Andrei que, así como debía ha­ber sobresalido su padre cuando estudiante, sobresalía en todo. Era el mejor en las competencias deportivas que la escuela organizaba para los varones varias veces por semana; era uno de los buenos en las clases de gramática, literatura e historia; definitivamente el mejor en las de ciencias, geografía y matemáticas. Su cuerpo fuerte y elegante, sus ojos profundamente verdes, su abundante y lacio cabello dorado lo hacían, además, el galán no sólo del curso sino de la escuela.
tj< Aunque mantenía distancia, Dina intercambiaba tímidos salu­dos y hasta sonrisas con Janka, pero a Andrei no le dirigía la pala­bra. Él, por su parte, ignoraba espontáneamente su existencia. Pero si el muchacho nunca la había siquiera mirado (algo que ella podía atribuir vagamente a su condición de judía, pero adjudicaba sobre todo a su natural capacidad para ser anodina e invisible), ella sí lo había hecho y lo hacía. Bajo una total aunque aparente indiferen­cia, casi sin reconocérselo a sí misma, su percepción de él era cons­tante, su atención, sostenida y clandestina. Miraba con el rabillo del ojo a ese muchacho hermoso, exitoso, rutilante, pe parecía haber nacido a pedido del mismísimo mundo, que se movía entre las cosas y la gente como si todo supusiera su cuerpo, lo precisara. Dina lo escuchaba hablar, constataba sin risa la felicidad de sus bromas ingeniosas, registraba la rapidez y oportunidad de sus intervencio­nes en claso, seguía sus hazañas deportivas en los comentarios ad­mirados o envidiosos de los demás, en las miradas arrobadas de las pocas mujeres de la escuela. Sentada en el banco, los ojos bajos sobre el libro de estudio o el cuaderno de tareas, había aprendido a reconocer esa voz grave, alegre, segura de sí, sonara cerca o lejos, esa voz polaca tan inteligente que nunca se escuchaba en el aula, en la escuela, sin producir algún efecto.
Iosel detestaba a Andrei. “Por envidia”, pensaba Dina. La rapi­dez del polaco en matemáticas era mayor que la de su amigo, poco acostumbrado a tener competencia. Un día, Iosel le contó a Dina algo deprimente: en un recreo, Andrei había perorado contra los judíos ante un grupo de muchachos que lo escuchaban como en misa.
—¿Cómo contra los judíos? ¿Qué dijo? —preguntó ella, buscan­do ansiosamente algún argumento para demostrar a Iosel que se trataba de un malentendido.
Andrei, informó el otro implacable, había discurseado sobre la gran patria polaca, la pobre patria oprimida que merecía polacos en su tierra, sanos católicos polacos, heroicos y comprometidos, no in­trusos aviesos, calculadores, asesinos de Cristo y chupasangres que desde hacía siglos vivían aprovechándose de un pueblo trabajador, piadoso...
Era viernes. Después de la tristeza que le duró todo el shabat, Dina resolvió que, pese a cualquier apariencia, el verdadero lugar de Andrei era la masa, la informe masa de polacos ignorantes y soeces de donde, confundida por las brillantes luces que rodeaban al personaje, su imaginación había accedido a sacarlo. El lunes asistió a la escuela resuelta a sentir por él la indiferencia que hasta enton­ces sólo había disimulado. Ahí, exactamente ahí puede comenzar esta historia: ahí empezó su mala suerte.
En la clase de literatura, el profesor Piacecski anunció que dos de las redacciones que le habían entregado en la semana anterior estaban muy sobre el nivel de las demás y valía la pena leerlas. Dina recordaba bien el trabajo: una descripción bajo la consigna “la imagen más triste que vieron mis ojos”. Ella había descripto los pimpollos cerrados y marchitos que la tía Jaique le había regalado en primavera. Para su sorpresa total escuchó que el maestro decía, mirándola y sonriendo:
—Voy a leer los dos trabajos. Primero las damas. La señorita Hamer escribió una descripción titulada “Morir de espaldas”.
Cuando terminó, Dina no podía levantar la vista del banco. No sabía si gritar de alegría o llorar de vergüenza y, en todo caso, no podía ni quería hacer ninguna de las dos cosas (salvo llorar, tal vez, pero a escondidas). Unos dedos le tocaron con insistencia el hombro, se dio vuelta y vio el rostro emocionado de Janka:
—¡Felicitaciones! ¡Es hermoso!
Dina agradeció, sintiendo fuego en las mejillas; antes de darse vuelta se cruzó con la mirada exultante de Iosel. Pálido de asombro y orgullo, le sonreía con toda la cara. Ella sonrió a su vez, radiante e incómoda al mismo tiempo, y volvió rápidamente los ojos a la seguridad de su banco. Se moría por verle la cara a Andrei, pero no soportaba la certeza de que toda la clase la estaba observando.
Por fortuna para ella, no fue el centro de la situación durante mucho más tiempo.
—¡Ahora, el caballero! —dijo el señor Piacecski, no sin cierta ironía— La descripción se llama “Adiós al amigo”, fue escrita por Andrei Kowal.
Aliviada, sin dejar de mirar hacia abajo, sin mover las manos que sostenían su cabeza, percibiendo de reojo sus largas trenzas bamboleantes que caían a los costados hasta tocar la madera gasta­da del pupitre, Dina respiró hondo y se concentró absolutamente en la lectura. Con voz clara y expresiva, el-profesor leyó la descripción de una mirada mansa, húmeda, doliente y resignada, la mirada de despedida y amor del amigo que va a morir. Ella comprendió asom­brada, después de un rato, que el texto hablaba de un perro, un perro entrañable con el que Andrei había crecido, un animal mudo que todo decía, todo sabía, y ahora sabía que él partía y el otro quedaba, que la vida juntos había sido justa y había sido buena, que su pequeña simpleza la justificaba con una plenitud y una legitimi­dad que alcanzaban pocas vidas humanas.
Entre su gente no había perros. Ningún judío de Kazrilev tenía un perro. “Debe valer la pena tener uno”, pensó Dina. Con alarma vio que una lágrima había caído sobre el banco de madera. Conservó cuidadosamente su posición y con el mayor disimulo movió apenas una mano para secarla, después llevó los dedos muy aprisa a la mejilla. Cuando el señor Piacecski terminó de leer, el silencio en el aula era sobrecogedor. De pronto el curso estalló en aplausos y ella, conmovida, entregada, aplaudió también.
—¿Por qué, por qué aplaudiste vos también? —casi gritaba Iosel, furioso, ya con Marcos en el carro, de regreso a Kazrilev.
Dina no entendía tanto enojo.
—Era muy buena la redacción, Iosel, me emocionó y aplaudí. ¿Qué hay de malo?
—Ellos no te aplaudieron, a vos no te aplaudieron. Y tu redac­ción era muy buena, era mejor.
Dina se quedó callada, no se le había ni ocurrido que tuvieran que aplaudirla. Además...
—Era mejor la de él —afirmó sinceramente—. Prefiero que no me aplaudan, me da mucha vergüenza.
—No te aplaudieron por judía. ¿Sos tonta? ¿No entendés?
Completamente pálida, Dina miró el piso del carro. Serio, si­lencioso como siempre, Marcos le dio con las riendas al caballo para que apurara el paso y gritó con su voz de niño. El otoño había avanzado, eran pocas las hojas que quedaban en los árboles.
Terminaron el viaje en silencio absoluto. Dina no sabía qué pensar. Era cierto que nunca antes un docente había leído el trabajo de uno de ellos en voz alta, incluso si tenía calificación máxima, y que, en cambio, muchas veces habían felicitado públicamente a Janka, o a Andrei. Era cierto que el gesto del profesor Piacecski podía haber molestado mucho al curso. Pero que el trabajo de Andrei era maravilloso, de eso no había duda alguna. Y el de ella... ¿Tanto podía valer describir dos rosas marchitas del patio de tía Jaique? Iosel hilaba demasiado fino, pensaba demasiado. “Es un judío resentido”, resolvió con pena y lo miró. La barba rala del muchacho todavía temblaba de indignación.
Era martes y era feriado. En la siesta fría de otoño Andrei descargaba fuertes golpes con su hacha sobre el tronco seco. Lo hacía con ganas, ayudado por una vaga rabia cuyo origen no podía determinar. Tal vez era la expresión burlona de una de sus herma­nas cuando su madre lo mandó al bosque con la carretilla; esa yegua necesitaba una paliza urgente, pero era cierto que con dieciséis años, él ya no tenía edad para que su madre le diera órdenes. O tal


vez fuera la continuación del desagrado que lo perseguía desde el día anterior en la escuela, cuando Kristof, el envidioso, le había dicho delante de todos, a la salida de clases: “¡Qué decadencia, Kowal! ¡Escribís tan mal que te gana una judía!” Andrei se había dado vuelta en silencio y lo había bajado de una piña limpia, preci­sa, aplicada a la mejilla izquierda. Pero aunque el gesto lo había reivindicado ante los ojos de todos, porque había sido desapasionado y eficiente, un frío y calculado castigo de quien está más allá de considerar siquiera una comparación semejante, la frase había re­tumbado esa noche en él, y seguía retumbando.
Porque a lo mejor, después de todo, algo de verdad había en la insolencia de su hermana Ania y en la envidia del mediocre de Kristof. Era real que su madre lo mandoneaba y era real que le había ganado una judía. Sin merecérselo tanto, por otra parte. Estaba bien lo que la judía había escrito, él tenía la inteligencia y el criterio para reconocerlo. El señor Piacecski era un gran profesor y no premiaba cualquier cosa. La descripción era rica en imágenes y vocabulario, sonaba musicalmente, algo notable para quien no hablaba el polaco como primera lengua. Pero el tema era un poco sonso. “O sea: feme­nino”, resumió irónicamente Andrei, mientras a un golpe de su hacha rodaba un tronco corto, perfecto para quemar en la chimenea. Eso de los pimpollos cerrados era siempre lo mismo, metáforas del amor. “Judías o no, las mujeres no piensan en otra cosa”, se dijo con despre­cio. ¿Y eso había sido mejor que su trabajo sobre la muerte de Staszek? ¿Mejor que una historia de amistad, de lealtad? ¿Valían más un par de pimpollos marchitos del pobre patio de una judía que el entrañable afecto viril y eterno de un polaco con su mejor amigo?
Nadie había dicho que valieran más, salvo Kristof. El señor Piacecski sólo había dicho “las damas primero”. Por otra parte, ha­bía sido un chiste; si casi nunca las damas hacían algo bien.
Pero daba igual: “Las damas primero”. ¿Una dama, esa judía flaca mal vestida? ¿Cuánto habría pagado su padre para que la admitieran? ¿Y de dónde habría sacado el dinero, a quién habría estafado, como buen judío? Sin embargo, ella tenía un aire dulce, tímido, silencioso. “Piensa mucho y habla poco porque es calculado­ra, como todos ellos. O porque hablar le da miedo”, se corrigió Andrei de pronto y se confundió. “No sé, tal vez no entienda bien todo esto”, reconoció con un suspiro, y siguió hachando ramas.
De pronto escuchó movimientos en el bosque. Se inquietó: ¿es­taría merodeando algún jabalí? ¿Un lobo, tal vez? Imposible, no era todavía invierno y el bosque tampoco era tan grande como para albergar lobos. Con cuidado, de todos modos, tomó el hacha y fue a investigar. Estaba cerca del río adonde iban a lavar ropa y cacha­rros las muchachas de Kazrilev. Los ruidos bien podían ser de ellas, más bien de una de ellas, porque dos mujeres juntas son un cotorreo infernal y en este caso no se escuchaba voz alguna.
Más adelante el bosque hacía una hondonada. ¿Estaría ahí? Andrei no supo por qué avanzó con tanto sigilo, mirando dónde pisaba cada vez para evitar que hojas o ramitas crujieran, usando los troncos para ocultarse. “Por si es un jabalí”, se justificó, pero no era cierto: no había animales peligrosos en ese bosque pequeño y tan cercano a la aldea. Andrei supo que si había alguno, se llamaría mujer, y le gustó la idea de espiarlo sin ser visto.
El ya conocía a las mujeres, o por lo menos estaba convencido de eso. Había visitado unas cuantas veces a una prostituta de Markuszew, una hembra de gruesos brazos pecosos y pechos como de manteca. A Andrei le daba rabia que lo excitara tanto solamente mirar cómo avanzaba de espaldas hacia la cama, mientras se sacaba la bata con un solo movimiento. Un poco porque le parecía casi indigno que ese ser tan burdo y elemental produjera en su cuerpo sensaciones tan violentas, y otro poco porque ella costaba lo suyo y su padre no le daba de buen grado más que cuarenta centavos de zlotys por semana, Andrei dejó de visitarla.
Y  de eso se dio cuenta en el centro del vientre, exactamente, de cuánto tiempo hacía que no la visitaba, cuando escondido tras un tronco, asomado a la hondonada, descubrió a una muchacha recos­tada en la tierra fría boca abajo, escribiendo en un cuaderno. La pollera se había arremolinado más arriba de las rodillas y la posi­ción del cuerpo le marcaba un trasero redondo y elevado. No era caderona pero tampoco dejaba de tener esa curva tan sugestiva que se les hace a las mujeres bajo la cintura. Tenía las piernas flexionadas hacia arriba, completamente visibles de la rodilla para abajo. Las medias negras de lana marcaban sus pantorrillas delga­das. “Patitas de cigüeña”, pensó Andrei y tuvo ganas de arrancarles las medias y morderlas, porque se movían nerviosas, alternadamen­te se extendían y tocaban el suelo con sus gastadas, previsibles botas de cuero. Eran pies pequeños, inquietos, delicados; subían y bajaban mientras, apoyada la mejilla en la mano izquierda, su due­ña escribía.
Escribía raro, de derecha a izquierda. “Judía”, pensó Andrei y entonces la reconoció asombrado. ¡Pero si era la de los pimpollos marchitos! ¿Qué hacía ahí, sola, haciéndose la rara? ¿Qué hacía ahí a merced de los hombres, haciendo sus jeroglíficos, escondida en el bosque a la* hora de la siesta?
En ese momento Dina se incorporó sobresaltada y descubrió a Andrei asomado detrás del tronco.
—¡Hola! —saludó él, confundido, agitado, como si hubiera sido descubierto en una escena íntima y pecaminosa.
Dina no podía creer lo que estaba ocurriendo. ¿Era Andrei Kowal, precisamente él, ahí, de repente? “Me obsesiona, me volví loca y lo veo en todas partes”, pensó con miedo, porque estaba escri­biendo, en ese instante, sobre su redacción. Se quedó callada, atóni­ta, mirándolo como a una aparición, incapaz de percibir la turbación del muchacho, incapaz siquiera de imaginar que Andrei Kowal po­día sentirse alguna vez turbado. El intuyó oscuramente esto, apro­vechó para reponerse. Dejó el hacha en el piso y salió de atrás del tronco con aplomo.
—¿Qué hacés acá sola? —preguntó con una sonrisa.
Dina logró señalar una palangana llena de ropa seca.
—Vine a lavar —murmuró.
—Pero no lavaste... —dijo él, provocativo, y se sentó en el piso junto a ella.
—Ahora iba a hacerlo.
La chica empezó a incorporarse, pero él la tomó del brazo con suavidad y firmeza al mismo tiempo. Ella se estremeció por el con­tacto y quedó quieta, incapaz de soltarse.
—Esperá un poco —murmuró Andrei sonriendo, tratando de recordar su nombre de pila, que sin duda alguna vez habría escu­chado—. Nunca hablamos, aunque nos vemos casi todos los días. Yo soy Andrei -—dijo astutamente, y le tendió la mano.
—Dina —casi susurró ella asombrada, sintiendo una rara feli­cidad.
¡Dinal Andrei estaba alegre por haberle descubierto el nombre. Ella entonces sonrió francamente.
. Mirando sus ojos celestes, almendrados, que enfrentaban con limpieza los suyos, él sintió un pinchazo de remordimiento.
“Está contenta de haberme encontrado”, entendió. Había fres­cura y completa ausencia de cálculo en ese rostro que de pronto había perdido toda prevención y hasta timidez. “Sincero como esa redacción de los pimpollos”, se escuchó pensar y se alarmó. “Bah, yo le gusto, claro. Como a todas, exactamente como a todas.” Tenían algo demasiado fácil las mujeres. “Papá debe tener razón cuando dice que sólo los imbéciles pagan. ¿Para qué, si puedo hacerlo gra­tis?” Ese pensamiento le proporcionó satisfacción y trató de no mi­rar más la carita radiante y delgada de la chica, que ahora parecía estar por animarse a hablar.
—Tu redacción sobre Staszek —dijo por fin Dina, casi susu­rrando— es hermosa. Hermosa. Triste, profunda.
Andrei calló muy asombrado. Ella había pronunciado el nom­bre del perro con un respeto casi religioso.
—Gracias —contestó por fin, y pensó que cada palabra de esa muchacha sonaba con una convicción diferente, más verdadera que cualquiera de los numerosos elogios que acostumbraba a recibir.
Aunque los judíos son mentirosos, hábiles mentirosos. ¿No se estaba dejando burlar por esa mujercita? “Encima es flaca”, pensó rabioso, y recordó las patitas negras bamboleantes, insolentes.
—Bueno, tengo que lavar —dijo Dina con las mejillas muy ro­jas. Y empezó otra vez a incorporarse.
Pero Andrei volvió a tomarla del brazo, sólo que esta vez con fuerza, impulsado por algo ingobernable. Y sin pensar la atrajo hacia sí y la besó.
Aturdida, Dina se dejó abrir la boca y descubrió que una tibieza potente, arrasadora, le nublaba la mente. “Muy lindo”, llegó a pen­sar. Pero no duró mucho esa maravilla. De pronto fue empujada a la tierra, la boca seguía invadida, ocupada, pero la fuerza del choque contra el suelo no había sido agradable. Andrei estaba subido sobre ella, la sofocaba y además trataba con violencia de levantarle la pollera. ¿Qué pasaba? ¿Cómo había cambiado tanto en tan pocos segundos? Asustada, logró desasir la boca mientras manoteaba las manos de Andrei, buscando frenarlas.
Estaba todavía asombrada, traspasada por sensaciones contra­


dictorias, completamente nuevas. Siguió rogando pero Andrei no le hizo caso. En cambio, le juntó las dos manos y las sujetó con fuerza sobre su cabeza. Ya había logrado subirle (o romperle) la pollera y la enagua.
—¡No, por favor, Andrei, por favor, no!
Dina había gritado. Entonces pensó que alguien podía escucharla y la sola idea de ser descubierta debajo de él la horrorizó. Ojalá nadie hubiera ido a lavar ese día a la hora de la siesta. Ojalá nadie escuchara nada, rogaba en medio de su pesadilla, mientras Andrei se movía fuera de sí sobre ella, le mordía los hombros, le buscaba torpemente la bom­bacha. Desesperada, ella rogaba en voz baja, intentaba en vano retirar las caderas. Y de pronto sintió un dolor tremendo. Aulló. Alarmado, él le tapó la boca, Dina aprovechó para intentar ahora con más éxito salir de abajo y él tuvo que soltarle la cara y las manos para sujetarla. Un instante después la tenía otra vez bajo control. Comprobó que no gri­taba más e hizo un segundo intento de penetrarla; ella prefirió morder­se los labios con toda la fuerza. Sin embargo, no pudo evitar un nuevo grito y lo ahogó como pudo. Porque aunque trataba de cerrar las pier­nas, Andrei empujó con violencia dos, tres veces más hasta que, enlo­quecida de dolor, sintió que algo se le partía adentro.
Casi al instante el otro resopló y se quedó quieto. Después la dejó por fin, se acomodó a su lado con movimientos pesados.
Ella lloraba desconsoladamente. Andrei miró con terror su cuerpito delgado, la sangre que manchaba las medias negras, los muslos, la boca. “Lo de los labios se lo hizo ella”, pensó. Y tuvo miedo de que se fuera en sangre.
—¡Fue tu culpa! —le gritó de pronto— ¡Vos te dejaste besar! ¡Fue todo culpa tuya! —repitió mientras se incorporaba y casi salta­ba hasta el árbol de donde había salido.
Recogió el hacha y empezó a correr por el bosque, perseguido por ese llanto que era cada vez más fuerte, más desconsolado.
Sin embargo, ella no lloró mucho más tirada en el bosque. Aun­que pareciera imposible, lo peor todavía no le había ocurrido. Poco después, demasiado poco después, unos pasos apresurados, alarma­dos, entraron precipitadamente al claro y una voz conocida se aba­lanzó sobre ella.
Ií,'. —¿Qué pasó, Dina? ¿Qué to hizo? ¿Qué te hizo el hijo de Kowal, pina, mi amor, mi pajarito? ¿Qué pasó?
Era su tía Jaique que la había escuchado llorar cuando llegaba al río; su tía, que había visto a Andrei salir del bosque a la carrera, con el hacha en la mano.
*
IV
Así fue como llegó la desgracia a la vida de Dina. Llegó para quedarse. Todo cambió de repente. No supo qué responder a las preguntas desesperadas de tía Jaique, de su madre, de su padre; ni al llanto, los reproches, las bofetadas, las acusaciones que casi en seguida le cayeron encima, incluso antes de que la versión de Andrei circulara por todo el gimnasio, por pueblos vecinos y por la propia aldea. Y después, cuando los reproches, bofetadas y acusacio­nes se multiplicaron, todavía más violentos, sólo pudo llorar todavía más y farfullar confusamente una defensa en que ella misma no creía.
Dina callaba mientras su madre pasaba de sollozar con la cara cubierta a tomarse la cabeza entre las manos y mirar al cielo, y de eso a zamarrearla y abofetearla, para después volver a cubrir­se la cara y sollozar; callaba mientras su hermanito la miraba azorado, enojado, con la certeza de que ella era culpable, comple­tamente culpable aunque él no pudiera explicar de qué; callaba mientras su padre le expresaba con un silencio brutal su reproche, su dolor y su sorpresa, y ese silencio le ardía más que los cacheta­zos maternos.
Escenas así se repitieron durante varios días. Por supuesto, su madre acusó a su padre de ser responsable directo de la situa­ción y repitió triunfal y amarga cada uno de los argumentos de la vieja pelea en la que alguna vez había sido derrotada. “Yo lo dije”, “yo sabía”, “yo lo avisé”, “¿y ahora qué vamos a hacer?”, “¿y ahora quién va a cargar con vos?”, “¿y ahora quién lava la vergüenza en esta casa?” ¿Cómo podía Dina defenderse? La confusión la enmu­decía. Sentía oscuramente algo que no podía articular y le decía con fuerza que la culpa no había sido suya, que su familia cometía una injusticia tremenda. Pero era una fuerza sin fuerzas, porque Dina no encontraba ningún argumento, ninguna palabra coheren­te para justificarlo. En cambio, sí encontraba argumentos abruma-


dores en contra de sí misma y con ellos se torturaba, con ellos se vencía.
¿Por qué no era verdad que todo había sido culpa suya? ¿No era verdad que, como había proclamado Andrei, ella lo había besado? No estaba en el bosque “buscándose problemas”, “provocando con las piernas al aire”; sabía que eso había dicho él y era mentira, podía jurarlo aunque su madre le pegara mil veces y le volara todos los dientes, aunque la zamarreara y la tirara al suelo hasta matar­la. Ella no había ido al bosque a buscar nada, había ido a escribir, como hacía siempre... Pero a escribir Sobre él. La mandaron a lavar la ropa de los suyos y ella no lavó, se puso a escribir, primera deso­bediencia; pero además no escribió cualquier cosa, sino un comenta­rio sobre la descripción de la muerte del perro, sobre la redacción de Andrei. ¿Quién la mandaba a interesarse en ese polaco infame, el hijo de un ricacho opresor de su gente, como diría Iosel, esa basura repugnante que finalmente ella había sufrido en carne infinitamen­te propia? Sí, tal vez Andrei Kowal no mentía, tal vez sí estaba en el bosque sola buscándose problemas; Kowal era un monstruo, pero no un mentiroso. Por cierto ella no buscaba el problema que encon­tró, no esa tragedia, pero buscaba algo, Dios y ella lo sabían. Y acá estaba el resultado. Mil veces, además, la mame había dicho que una mujer no se acostaba boca abajo y levantaba las piernas, que no había que detenerse en el río cuando se iba a lavar, que con sus ideas iba a terminar...
Y   había algo todavía peor, algo que sólo Dina sabía y se repetía implacable en las largas noches de dolor, algo que era sin lugar a dudas lo más terrible, lo que invalidaba cualquier atenuante, daba la razón a cada reproche, cada insulto, cada maldad que el stehtl entero le atribuía. Ella había deseado a ese polaco, había deseado que ese monstruo la conociera, la admirara, sí, y hasta que la qui­siera. No se lo había dicho ni a ella misma, pero lo había deseado. Traicionando a toda su gente, traicionándose, hipócrita y falsa, como decía Iosel que eran los burgueses con su moralina pacata, había soñado con su admiración desde la primera vez que lo había visto. Dios sabía lo que hacía, Dios castigaba en regla.
Desde ese momento hasta que abandonó la aldea para siempre, en los respetables brazos de su esposo, cinco meses después, Dina sólo salió de su casa para cumplir escasas tareas domésticas impres­cindibles que le ordenó su madre. Nunca se le permitió ir sola. Ahora, cuando iba a lavar ropa al río, la acompañaba tía Jaique.
Jaique amaba a su sobrina y había llorado por la catástrofe. Dina no sentía reproche en su silencio sino, al contrario, una ex­traña solidaridad, una negativa a sumarse al juicio colectivo. Su tía no verbalizaba ante nadie esa negativa; era instintiva, carecía de discurso, de argumentos e incluso de consuelo concreto que ofrecer a la muchacha, pero ella recibía el afecto. “No le da ver­güenza salir conmigo”, pensaba agradecida cuando, caminando por la aldea, rumbo al río, Jaique la tomaba del brazo tibiamente, como si así la pudiera proteger de las miradas de desprecio que le dirigían.
No pudo, sin embargo, protegerla de la que más le dolió, de la de Iosel. Nadie hubiera podido. Ocurrió cuatro días después de la tragedia, por la tarde. Ellas iban cargando la palangana repleta de ropa y el muchacho las vio, avanzó y encaró a su antigua amiga con esa resolución vibrante que Dina le conocía.
Aunque la tía trató de seguir caminando, la chica se detuvo y lo miró con fijeza. Vio los ojos de él endurecidos de rabia y supo que lo que había pasado lo había herido de un modo definitivo, no iba a perdonarla.
—Iosel, no fue como creés —empezó con desesperación, en un susurro.
—¿Cómo fue? —preguntó el muchacho con voz contenida. El tono era cínico, despectivo; la mandíbula le temblaba.
¿Cómo fue? ¿Cómo había sido? Dina sabía que tenía algo que explicar en su defensa, pero no sabía qué.
—Yo... yo estaba escribiendo mi Diario... Yo no pensé que... Yo no fui a... ¡Yo no quería...! ¡Yo le dije que no! ¡Te juro, Iosel, yo no quería...! ¡Yo le dije que no...!
Un llanto de impotencia no la dejó hablar más. La tía Jaique le pasó la mano por el hombro y quiso sacarla de ahí, llevarla rápido al río. Pero ella no se movía, esperaba, y Iosel ardía de cólera, una cólera que Dina conocía muy bien: aquella cólera justa, joven, im­placable, que muchas veces le había admirado.
—¡Dijo que le hablaste, que le sonreiste, que le dijiste tu nom­bre, que le elogiaste esa basura que escribió! ¿Eso es mentira?
Dina lloraba.
—¡Claro que no es mentira! ¡Si lo aplaudiste en mis narices! ¡Aplaudiste a un sucio polaco antisemita, a tu verdugo!
—¡Eso es verdad! ¡Es verdad! ¡Pero yo...!
—¿Y que lo besaste? ¿Que te dejaste abrazar? ¿Eso también es mentira? ¿Es mentira que querías? ¿Es mentira?
—¡Basta, Iosel! ¡Basta! —gritó tía Jaique.
Tiró del brazo de ella, que seguía inmóvü, fascinada, presa en el cepo del odio.
—Perdón... —susurró,' entre hipeos.
_ —No tenés perdón. Yo creí que eras otra cosa. Yo creí que tenías cerebro y tenías dignidad. Sos como todos, tu estupidez es absoluta. No tenés perdón —repitió Iosel, escupió en el suelo y si­guió su camino sin darse vuelta.





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Cuadro de texto: viT'.:
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Cuando lo conoció, la madre respiró con fuerza el aire tibio, luminoso de la primavera y supo que era cierto: Dios había res­pondido a sus ruegos, aunque hubieran sido ruegos sin esperan­za. No pudo evitar juntar las manos, mirar el cielo y sonreír agradecida. El forastero era un hombre elegante y apuesto, tal como Ribke, la casamentera, había asegurado. Sabía lo que había pasado con su Dina, Ribke se lo había contado. ¿Para qué ocultar­lo, si tarde o temprano alguna víbora de Kazrilev se lo iba a |jaformar? Y, sin embargo, él había dicho que igual la aceptaba licomo esposa. Como le explicó a Schmiel, sentado junto al samo- liyar en la humilde cocina de la casa, Buenos Aires quedaba muy # lejos y nadie tenía por qué enterarse del pasado. Para Dina esto | significaba una gran oportunidad, podía borrar la mancha y em- fpezar de nuevo.
-¿Y para usted? ¿En qué se beneficia usted? —preguntó Schmiel arrugando mucho las cejas.
jfef: A Jane ese tono no le gustó ni un poquito. No era cuestión de /hacer sentir mal al señor Grosfeld con sospechas, ofender a alguien güe. les’ hacía el honor de interrumpir su estadía en Lodsz para Jar lina casa pobre, alguien que aceptaba sin objeciones la pe­gote que Schmiel podía ofrecer, que estaba sentado frente a
ellos mostrando su cara, dando explicaciones, solamente porque así se le había pedido.
Pero Hersch Grosfeld no pareció molestarse por la desconfian­za de su futuro suegro.
—Señor Hamer, yo soy un hombre práctico —dijo sonriendo—. Busco una buena judía trabajadora que pueda manejar mi casa y criar a mis hijos. Buenos Aires es una gran ciudad, con costumbres diferentes. No es fácil encontrar chicas bien preparadas para el matrimonio en una ciudad grande. Y en el caso de su hija, precisa­mente por lo que ella vivió, sé que va a valorar lo que voy a darle, y me lo va a retribuir como merezco. Porque va a ser muy difícil que encuentre a otro que pueda y esté dispuesto a dar lo que yo estoy ofreciendo.
Hersch Grosfeld era un hombre corpulento, elegante, un ex­tranjero de un gran país; estaba afeitado: sólo un bigote fino y cui­dado le subrayaba los labios. Por el aspecto, no sería un judío tan devoto como Ribke había dicho, pensó Jane. Sin embargo, ella había escuchado que las costumbres en esas ciudades eran diferentes; eso no tenía por qué significar que los judíos no cumplieran la ley. Acá estaba este hombre, preocupado por tener una buena muchacha judía, sin los pajaritos que tenían las chicas en la cabeza cuando vivían en esos lugares.
Además, ¿acaso había tanto para elegir? Schmiel seguía escru­tando al pretendiente con desconfianza y Jane ya estaba desespera­da: si le ahuyentaba el candidato, que Dios la perdonara, ella lo mataba. Otra vez no le iba a permitir arruinar las cosas. Un judío rico que iba a dar a su hija una vida buena y a lavarles a ellos la vergüenza de tenerla guardada en la casa año tras año, mientras la pobrecita perdía su juventud, que iba a librarlos del peso de mante­nerla para siempre: ¿no era eso un completo milagro? Que se iba lejos, era cierto. ¿Pero por qué no podrían ir después ellos para allá, si su. hija y su marido los ayudaban?
No habían faltado los malpensados de siempre, los envidiosos de Kazrilev que le habían ido con sospechas sobre el caballero. Su Schmiel también las había tenido, por eso había exigido que el pre­tendiente fuera al stehtl a pedir la mano de Dina, si tanto interés sentía. Pero acá estaba, ahí lo tenía. ¿Hasta cuándo las sospechas? ¿Qué quería, meterse en el barco con él? A ella tampoco le había


parecido mal querer ver la cara del hombre que se iba a llevar a su única hija. ¿Cómo no pensar en lo peor cuando se habla de Buenos Aires? ¿Pero eso era justo, acaso? No sólo pecado y mala vida había en Buenos Aires. Dos sobrinos de Motl, el carpintero, habían ido allá y trabajaban como ayudantes en una sastrería. Escribían siem­pre a Motl: no se pasaba hambre, eso ya era muchísimo, y encima se ganaba bien; y se podía vivir, se podía ir sin temor a la sinagoga, festejar Iom Kippur sin miedo a que hubiera un pogrom, las escue­las recibían a todos sin pedir dinero a cambio, los judíos eran libres hasta de ir a la universidad. ¡También eso era Buenos Aires! Y los sobrinos escribían que había judíos que estaban en el interior del país trabajando la tierra. ¡Los judíos podían tener tierra!
¿O su Dina no hubiera podido ir a Buenos Airos a casarse con alguno de esos sobrinos de Motl, o con un colono? Claro que ya no, ahora los sobrinos de Motl sabrían, por Motl, lo que había pasado. ¡Qué vergüenza! Buenos Aires era grande, ojalá nunca Dina se en­contrara con ellos. Pero Dios había escuchado sus ruegos y enviaba a Hersch Grosfeld. ¿Y acaso este Hersch Grosfeld, pese al bigotito europeo, no era mucho mejor? ¿Acaso su Dina se iba a Buenos Aires para vivir con un ayudante de sastre, un cosedor de botones? ¡No! ¡Se iba con un fabricante de corbatas! ¡Con un empresario! ¡Se iba a lo grande! Jane había visto la corbatería, la foto del local inmenso sobre la calle, el cartel con el nombre que, como le había explicado Ribka, decía “Corbatería Grosfeld. Elegancia en corbatas”.
Que hablaran de envidia en ese pueblo maldito, que se comie­ran los codos y apretaran los dientes: su Dina iba a casarse como la mejor. Su Dina, su única hija, la luz de sus ojos, iba a cerrar cada boca que la había insultado.
Mirando los ojos claros del desconocido, Dina sintió frío. No era un hombre feo y estaba vestido de un modo que ella nunca había visto pero le traía un recuerdo: un gran señor había pasado en automóvil su carro, en Lodsz, una de las dos veces que fue allí con su padre; deslumbrada, ella sólo alcanzó a verle el sombrero y un bigotito extraño, finito, recortado, como éste que ahora estaba vien­do. De Lodsz, precisamente, venía este forastero; había interrumpi­do su visita a esa ciudad exclusivamente para darse a conocer ante sus padres y, ya que estaba, la conocía a ella.
“Una excepción, Jane; él es tan amable y caballero que está dispuesto a hacer una excepción y venir hasta acá”, subrayó Ribke aquella tarde en que Dina escuchó desde la habitación de arriba cómo su madre y la casamentera, en la cocina, seguían confabulán­dose para sacársela de encima. El señor Grosfeld había venido a Polonia por múltiples razones, explicaba Ribke, una de las cuales, no la única —“ni siquiera la más importante, no le hagamos las cosas difíciles porque se arrepiente y busca en otra aldea”—, era conseguir una esposa judía. Pero las actividades de Hersch Grosfeld estaban en Lodsz, no iba a estar viajando de aldeúcha miserable en aldeúcha miserable para buscar novia. Allí Hersch tenía que resol­ver cosas relativas a su negocio que Ribke no explicaba con mucha claridad porque, pensó irónicamente Dina, no las entendía. “Es que el único negocio que esta bruta conoce es conseguir esposas y entre­garlas a cambio de una gallina, una cabra si el negocio es realmente grande, y hay que ver.” Sin embargo, esta vez la paga debía ser otra cosa, porque la voz de Ribke sonaba excitada y ansiosa como nunca y a Dina le constaba que no era porque le tuviera cariño y quisiera arreglarle un buen destino. La lengua de Ribke había sido una de las peores cuando la tragedia, la vieja había aprovechado para de­mostrar lo que pasaba cuando no se actuaba en el momento justo y se despreciaban sus servicios.
No era la primera conversación sobre el tema que Dina escu­chaba. Días antes había visto a Ribke acercarse hasta su casa y supo que su futuro iba a decidirse. Aquella primera vez, la casamen­tera le contó a Jane que había recibido una carta de una prima segunda, de Lodsz. Había llegado a la ciudad un rico fabricante de corbatas. No tenía tiempo de ir recorriendo aldeas para elegir espo­sa, le había pedido a ella que lo ayudara. Su prima había pensado de inmediato en Ribke y había prometido ocuparse.
Como Dina esperaba, la madre no le habló a ella del tema. A la tarde siguiente hubo más noticias. En otra reunión en la cocina, Jane informó a una Ribke escandalizada e indignada que Schmiel desconfiaba de las intenciones del caballero y no iba a permitir que su hija viajara a Buenos Aires si el rabino de Kazrilev no la casaba
primero. Además, él quería conocer al señor en cuestión, no le al­canzaba la foto del negocio (la casamentera se la había dado a Jane : para que se la mostrara). Si ese Grosfeld estaba tan interesado en Dina, que interrumpiera su viaje y fuera a hablar con él, que diera p la cara. Y si se quería casar, que se casara allá mismo.
La paga debía ser realmente muy alta, porque Ribke abandonó ft todo otro asunto para ocuparse de éste. Cuando terminó de prótes­is tar y lamentarse porque Schmrel, Dios lo perdonara, no reconocía ¡ las grandes oportunidades cuando llamaban a la puerta, aceptó a |f regañadientes viajar personalmente a Lodsz llevando una de las dos pfotos de Dina que existían. La primera era de cuando tenía cinco 3- años, con su hermanito Marcos, entonces bebé. No era la foto que le •podía interesar al forastero, opinó Ribke. De modo que eligió la otra, !n retrato de la familia completa, encargado al mismo fotógrafo de arkuszew. Dina tenía once años, Marcos tenía siete, ella estaba iíuy seria con su vestido de shabat, sus ojos celestes inmensamente abiertos, su carita redonda, parada junto a su madre y los tres de iie al lado de su papá, a quien el fotógrafo había sentado en un sillón de terciopelo, algo que nunca habían tenido en su casa. Ribke Ó la foto, se preparó un baúl con algunas de sus pocas pertenen- as y aceptó el ofrecimiento de Jane, que mandó a Marcos a llevarla i el carro hasta la estación de Markuszew. Allí tomó el tren hacia ¡Saz para regresar una semana después y dar, con eufóricos aspa- ¡ntos y muchas advertencias, la Gran Noticia: Hersch Grosfeld itaba dispuesto a hacer una excepción, iría en persona a visitar al de Dina para darle garantías sobre el futuro de su hija, ahí estaba ahora, finalmente, el tal Hersch Grosfeld, mirando jámente a Dina con sus ojos de un marrón claro, inexpresivos, lasiado grandes, mientras ella sentía frío en la espalda. Ahora por fin podría librarse de ella. ¿Y su padre? Su padre quería
,;®-á
ímo, estaba demasiado decepcionado, Dina podía leer en las ^miradas, las pocas palabras que él le dirigía, hasta dónde ella [abía cumplido con sus sueños. Pues bien, ahora no tendría que a más, podría olvidarla. Ahí estaba el hombre que se la iba a jél que la sacaba del infierno Kazrilev para transportarla... ¿al o. No era cielo lo que prometía ese hombre. Esos ojos no de cielo. Él tenía mucho de lo que su madre había soñado y ¡pluliamente nada de lo que ella quería. No era feo, desde


luego; apenas un extraño. Sus ojos se posaban en Dina sin la menor emoción. El hombre la miraba igual que había mirado su tate a la cabra que había comprado en la feria de Markuszew. En vez de cal­cular si daba buena leche, pensó Dina, estaría calculando cómo coci­naba y lo rápido que era capaz de limpiar.
“Tiene dinero. Tus hijos no se te van a morir como los de tía Jaique”, pensó Dina, y trató de ser realista. “Más no podés pedir.” Y aunque pudiera, ¿de dónde sacaba la fuerza? Se sentía vacía, seca, marchitada. .Estaban en plena primavera y ella era, finalmente, como esos malditos pimpollos muertos sin abrir.

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