Kryptonita - Capítulo 4

IV

Como algo que nunca habían visto antes
Sus bocas se van a caer hasta el piso
Me podría haber quedado con la boca cerrada. Dilatar un poco más el momento para darles el diagnóstico a priori, esperando su evolución en las próximas horas. Más después de haber presenciado esa inexplicable cauterización de la herida. Debería de haber mantenido reservado el cuadro general del paciente mientras sus seres queridos seguían borrachos de la felicidad que les causaba que él hubiera sobrevivido. Pero no. Tuve que hablar. No fue mi intención ser pesimista. Aunque algo de eso hubo cuando les bajé los altos niveles de euforia con un comentario que no fue bien recibido.
—Llegaban unos minutos más tarde y no sé si lo hubiéramos logrado.
Se hizo un silencio general importante. Y el único sonido que se escuchó durante ese momento fue el que hacían las máquinas a las que estaba conectado Nafta Súper. Nilda cerró los ojos como diciendo: «¡Ay, doctor! ¿Justo ahora? ¿Para qué?». Y Lady Di se acongojó. Mi observación le había sembrado, a ella y al resto de la banda, varias dudas. Abriendo bien grandes esos ojazos azules suyos, la travesti me bombardeó a preguntas.
—¿Pero ya está a salvo? Digo, ¿Pinino ya está fuera de peligro? ¿No se va a morir después de lo que usted le hizo? ¿No es cierto, doctor? ¿Lo peor ya pasó? ¿Se tiene que recuperar? Usted ya le sacó lo que lo estaba matando. Entonces, y sin ofender, Miguel, muerto el perro se acabó la rabia.
Tomé aire. Lo largué. Negué con la cabeza. No era tan así como ella lo había enumerado. Y se lo hice saber.
—No es tan sencillo.
De repente nos dimos cuenta de un ruido, particularmente familiar, que me liberó de la carga de ser el centro de atención. El Faisán corrió hasta la ventana, abrió las hojas de vidrio y sacó la cabeza afuera mirando para abajo hasta que descubrió qué era. El viento se hizo sentir en la habitación.
—¡Ráfaga! ¡Viene llegando un coche! —anunció mientras se escuchaban los charcos de agua por donde estaba pasando el vehículo en primera hasta que finalmente detuvo el motor y se estacionó.
—¿La cana?
—Patrullero no es.
Presenciando la conversación tuve un pálpito; y prácticamente se me escapó cuando lo compartí en voz alta. Nilda se estaba frotando los brazos por el frío que había entrado por la ventana abierta.
—¿Es un 205 metalizado?
En ese momento todos me clavaron sus miradas. Último el Faisán que, arrugando el mentón, me dio a entender que había acertado.
—¿Uiá? Me parece que le salió competencia al Juancito. ¿Y vos cómo mierda sabés si no pispeaste? —me preguntó dándome la espalda otra vez y volviendo a sacar la cabeza afuera. No esperó a que le respondiera en la cara.
—Sabíamos que iba a venir. Es una colega. Igual llega tarde para lo que la estábamos necesitando —expliqué evitando mirar el cuerpo del Orejón.
Pero a ese al que le decían «Juan Raro» no lo engañaba. Seguía apuñalándome con sus ojos, con esa mirada muerta y extraviada; poniéndome cada vez más paranoico. Pude dejar de divagar recién cuando el Faisán me anotició de lo que ocurría abajo, en la entrada al edificio.
—Bueno: te voy avisando que igual la mina no va a poder subir hasta acá porque le salieron al cruce unos ratis.
La presencia policial puso nerviosas a las mujeres de la banda. Ráfaga empezó a recolectar información, viendo como venía la mano.
—¿Como cuantos cobanis hay en el hospital, Tordo?
—Creo que cuatro, cinco.
—Seis —corrigió el Faisán achinando los ojos para poder ver mejor con la poca luz que había.
Y ahí me los imaginé al hijo de puta de Ventura y a la conchuda de la Doctora Galiano, con los tacos de los zapatos embarrados repitiendo una y otra vez «estos negros de mierda, estos negros de mierda», aprovechando la excusa de ir a buscar refuerzos para escaparse con los otros oficiales, abandonándonos a nuestra suerte.
—Conté seis patas negras. Y la mina del 205. ¿Los hago cagar? —el Faisán esperó la orden de Ráfaga primero besándose el anillo antes de apuntarles con el puño.
Ráfaga lo pensó bien antes de contestarle.
—No valen la pena.
El Faisán dejó de estirar el brazo derecho. Mirando cómo ese grupo encaraba para la ruta me comentó:
—Ahí se van con tu amiga, che. Típica: se disparan los primeros cartuchos y se les moja la bombachita de una. ¡Qué lástima, loco! Porque daba para tiroteo: con la yuta altas pistolas y con esa nami… ¡Alta cola! Un muy bien diez felicitado para ser veterana, ¿no? ¿O me pareció nomás?
Cuando lo escuchó decir esto, la paraguayita del grupo muy enojada creo que lo insultó al Faisán en guaraní. Después del rosario de puteadas que le largó, él juntó las palmas de las manos como si estuviera rezando para pedirle perdón con un trabalenguas.
—Mami no seas celosa. Si vos me conociste así y sabés lo que me pasa cuando veo cualquier guacha moviendo cacha. No te me cabriés si tenés bien en claro que yo soy puro bla-blá y que este negrito es solo para su chiquitita, su Cuñataí Güirá.
Ella intentó seguir con la guardia en alto pero el negro de cabeza rapada ya le había sacado una sonrisa. Gesto que enseguida disimuló como pudo, porque no era el momento ni para el romance ni para las reconciliaciones.
—Así como está no lo vamos a poder mover —dijo Lady Di primero mirando a Nafta Súper y después a mí para que la corrigiera, si estaba equivocada. No hizo falta que lo hiciera.
—Tenemos que atrincherarnos hasta que se levante —le respondió Ráfaga— Aguantar. Otra no queda.
El Faisán celebró la actitud y el plan volviendo a besar su anillo antes de alzar por encima de la cabeza el puño.
—¡Isaaa! ¡La banda de Nafta Súper una vez más imponiendo resistencia, carajo!
Cuando volvió a asomarse por la ventana ya no estuvo tan festivo.
—No terminé el secundario pero de algunas cosas me acuerdo, aunque hayan pasado veinte años o más… Eso nos lo sabía decir un profe de historia: «lo que se aprende bien jamás se olvida»… ¿El Éxodo Jujeño era? Sí. Belgrano y el Éxodo Jujeño… Más o menos se habrá visto así.
Ráfaga se acercó hasta donde estaba el Faisán para ver exactamente de qué estaba hablando. Abajo todo el personal, médico o no, y los pacientes que estuvieran en condiciones de hacerlo por sus propios medios, sino eran asistidos, huían del Paroissien. Al principio algunos al trotecito. Después todos muy apurados. Corriendo. Empujándose. Incluso pasando por arriba de los que estaban caídos. Una verdadera estampida humana.
—¿Los hago cagar? —insistió el Faisán besándose anillo y puño derecho.
—Ya te dije que es al pedo —respondió frustrado Ráfaga, sin poder disimular la bronca que le daba haber perdido futuros rehenes.
Así, con el hospital casi vacío, las fuerzas policiales destinadas a contener esta situación no iban a encontrar mayores inconvenientes hasta llegar a ellos, porque la banda de Nafta Súper no tenía moneda de cambio. Por lo menos un billete importante. Y cuando pensé en Nilda y en mí como sus únicos escudos humanos detrás de los que se iban a proteger, ahí me di cuenta de la gravedad de la situación para nuestra integridad física.
Intenté que no se notara la debilidad que estaba sufriendo. Pero la angustia me terminó ganando y me desesperé, porque ya no sabía con precisión cuánto iba a pasar hasta que me pudiera pastear con el Alprazolam y el Duxetil. Y que no iba a ser en tres horas, tres horitas y media más. Y se me escaparon lágrimas de las ganas de llorar que me venía aguantando. Y me comí el sollozo y me atraganté con un par de hipos. Y me sequé el llanto en los ojos intercalando ambas muñecas de mis manos rogando que nadie se diera cuenta. Sobre todo Nilda.
Pero me habían visto.
Juan Raro y el Faisán.
—Desde que llegamos no te deja de mirar a vos, loco. ¿Por qué te está fichando tanto, man?
Fingí no saber de qué me estaba hablando. Me hubiera gustado responderle algo más inteligente y persuasivo y no haber estado violento y tan a la defensiva con mi:
—¿Qué?
Pero el Faisán no me creyó.
—Este tiene el culo sucio, Ráfaga.
—Déjenlo en paz —me defendió Lady Di.
—No —insistió el Faisán—. Acá se huele mierda. Por algo Juancito está así.
—¡¿Y cómo querés que esté con lo que le pasó al Pini?! ¡MAL! Como todos… Además, vos sabés mejor que nosotros que Juan es un colgado. De lo que no hay. De otro planeta. Que está acá pero vive en Marte.
El Faisán negó moviendo la cabeza siempre con la mirada fija en mi persona. Podía sentirlo. Aunque yo tuviera mis ojos clavados en el piso de la habitación.
—Estás meando fuera del tarro, princesa. Este se está guardando algo —le aseguró apuntándome con un dedo.
Finalmente, se decidió a intervenir Ráfaga. Se acercó hasta Juan Raro. Se puso delante de él, cara a cara. Sentí que Juan Raro, aunque lo tuviera enfrente al tipo de buzo rojo con capucha, seguía mirándome a través de él. Ráfaga dejó de prestarle atención un instante para concentrarse en el cuerpo del Orejón. Juan Raro lo estaba acariciando en una pierna.
—¿Pasó pal’ otro lado ya?
—Sí.
Ráfaga le volvió a preguntar:
—Juan, para vos, ¿no lo atendieron? ¿Lo dejaron morir por malandrín?
—Sí.
—¡No! No es como dicen —quise corregir mintiendo.
Entonces se acercó el Faisán y me frotó de arriba abajo su anillo en el estómago.
—¿No te enseñaron que cuando los grandes hablan los chicos no abren la jeta? ¿Ahora? Te conviene cerrar el culo. ¡A vos también! —le aconsejó a Nilda cuando notó que estaba intentando articular algo en mi defensa.
El diablo de piel amarilla se apareció para burlarse de mí con una cofia en la cabeza imitando mal al típico retrato de la enfermera pidiendo que se haga silencio.
—Shhhhh… —me sugirió levantando un dedo delante de sus labios.
Ráfaga siguió en su rol de fiscal.
—¿Fue el Tordo? ¿El Tordo dejó abandonado a este pibe para que perdiera?
—Sí —respondió Juan Raro con su voz de ultratumba, casi casi como si estuviera dictando sentencia.
Sentí como se depositaban en mi persona las miradas recriminatorias de todos los presentes. Incluso las de Nilda y Lady Di.
—¿Lo obligaron? —preguntó la travesti.
—Sí.
Ella, mirando a Ráfaga, expuso su hipótesis:
—¿La policía?
—Sí.
—¿Por qué no me sorprende? —comentó irónica levantando las cejas.
—Tampoco hizo nada para que el pibe no terminara así —Ráfaga volvió a la carga— ¿Es como digo, Juan?
—Sí.
—No podemos confiar en él… ¿Y en ella? —dijo mirando a Nilda.
—Sí.
Nilda estaba afligida. Pero podía mirarlos a la cara. Y también asentir con un movimiento de cabeza que ella iba a hacer todo lo que estuviera al alcance de sus manos para mantener con vida a Nafta Súper. Juan Raro interpretó el lenguaje gestual de la enfermera y lo confirmó.
—Sí.
El Faisán relevó a Ráfaga en el interrogatorio a Juan Raro.
—Muchos acusados… pocos testigos, ¿no?
—Sí.
—Juancito… El Pini, ¿todavía puede zafar?
La mayoría tragamos saliva esperando la respuesta de Juan Raro.
—Va a zafar, ¿no?
—Sí.
Se notó que todos volvíamos a respirar aliviados.
—Tampoco tan fácil: ¿por eso tardaste en contestar?
—Sí.
—¿Posta que el Pini está medio fiambrín?
—Sí.
Volvieron a mirarse entre ellos. Después lo hicieron una vez más conmigo.
—Si no lo tenemos cortito al guacho este, ¿el Pini también va a perder?
Juan Raro tardó una milésima de segundo en afirmarlo.
—Sí.
Ráfaga decidió ponerle punto final a las preguntas y respuestas.
—Con eso ya nos alcanza. Gracias, Juan.
De repente, Ráfaga me miró como si estuviera preocupado… pero de mi humanidad.
—¿Le duele algo, Tordo?
—No —le respondí en el mismo tono en el que hubiera pronunciado un ¿por qué?
Ráfaga ignoró mi respuesta.
—El Faisán es medio colega suyo. ¿No es cierto, Faisán? ¿Por qué no lo revisás que parece que no está bien?
Traté de ser lo más amable posible para negarme.
—En verdad, no me pasa nad…
El Faisán no me dejó terminar la frase.
—¿Te duele acá? —me preguntó tocándome con la palma de la mano izquierda bien abierta la panza. Cuando la retiró, con la derecha, me dio un golpe de puño en la boca del estómago.
Nilda gritó mientras me doblaba cubriéndome instintivamente con ambos brazos la barriga. El Faisán con una mano me levantó la cabeza agarrándome de los pelos. Con la otra, con el pulgar y el dedo índice, me agarró el lóbulo de una oreja y lo estiró. Pensé que me lo iba a arrancar.
—Escuchá muy bien lo que te va a decir el Ráfaga.
Hablándome al oído, como si fuera un secreto, el tipo del buzo rojo con capucha me lo dejó bien en claro.
—Si Pinino muere, usted también.
—Por las dudas tené las flores y la fosa lista, gil —me aconsejó el Faisán.
Nilda se tapó la boca con las manos. Yo tragué saliva mirando a Nafta Súper donde lo habíamos dejado. Y les expliqué:
—Está inconsciente y camino a un coma.
—Usted haga su trabajo, Tordo. Y más también. Lo tiene que mantener vivo hasta que se haga de día. Cuando le dé la luz del sol, Pinino va a estar bien. Créame: eso lo va a curar. No es la primera vez que pasamos por esto.
Lo que me había dicho no tenía sentido. Yo seguí tratando de hacerles entender suavizando bastante la situación real:
—Puede llegar a tardar un poco en despertarse.
Pero no me escuchaban. No querían escuchar lo que yo les decía.
—Usted manténgalo con vida hasta que salga el sol. Y todos felices.
Ráfaga les hizo seña a los demás para que se reunieran. Les dio una serie de indicaciones que no llegué a escuchar y después volvió hasta donde me encontraba para preguntarme:
—¿Qué le sacó del costado? ¿Qué era lo que tenía Pinino clavado?
Suspiré, buscando serenarme, antes de responderle.
—Un vidrio. Un pedazo de vidrio verde.

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