Kryptonita - Capítulo 3

III

Probando algo salvaje
Saboreando un poco del polvo
Y cuando la Doctora Galiano me atendió y le conté lo que había pasado me puteó de arriba abajo, además de repetir cada dos por tres «estos negros de mierda, estos negros de mierda». Y seguro siguió insultando cuando colgó, no sin antes advertirme que venía urgente para el hospital. Y ahí fue que en voz alta dije: «la puta que lo parió». Y después le grité y lo putié al celular. Y también le grité y lo putié al cuerpo ya sin vida del Orejón.
Y entonces escuché las corridas y los portazos y más puteadas y pensé: «¡Pero me cago en Dios! ¡Ya llegaron los hincha pelotas de los familiares del pibe!». Y afuera los gritos de «¡Por acá! ¡Es por acá! ¡Eh! ¡Ráfaga! ¡¿Ya volviste?! ¡Mierda que sos rápido!», y los insultos preguntando «¡¿Dónde carajo hay un puto médico?!» los sentí muy cerca, antes de que entraran de golpe en la guardia. Y ahí los vi y los reconocí y los putié entre dientes y me putié entre dientes. Mucho. Muchísimo. Porque no eran ni la puta familia ni los putos amigos del Orejón.
Los que habían entrado eran también delincuentes. Pero de otro tipo. De los que tienen prontuarios gordos. Tan grandes e impactantes como las armas que venían portando. Criminales tristemente célebres en La Matanza. Famosos incluso por sus reiteradas menciones en diarios y en informes especiales hechos para la televisión. Nombres de los que se hablan bastante por estos lados y se sabe mucho más, aunque no se los conozca en persona. Y yo estaba por tener ese honor: el de encontrarme cara a cara con todos los integrantes de esa banda.
Como si hubiera entrado manejando un tanque de guerra abrió la puerta de par en par una mujer enorme con el rostro desencajado. Llevaba en brazos a un hombre que necesitaba atención médica. No me pregunten por qué, pero cuando lo vi al herido supe de inmediato que era, ni más ni menos, el jefe de ellos. Lo traía envuelto en una frazada. Inconsciente. La mujer era la desesperación corporizada. Me vio y avanzó rápido hacía mí. Cuando la tuve enfrente me di cuenta de que tenía ojos azules y que era un travesti. Después de acostar al herido en una cama me rogó a viva voz:
—Tiene que salvarlo, doctor. Por favor, sálvelo.
Dentro de todo había sido educada. No como los otros dos a los que seguía al trotecito un perrito blanco que no dejaba de ladrar ni de gimotear.
—¡Basta, Miguel! ¡Basta! ¡SHHH! —intentó hacerlo callar el que usaba un buzo rojo con capucha.
El otro, un morocho grandote y con la cabeza rapada, dejó de besarse un anillo que llevaba en el dedo mayor de la mano derecha para darle ánimo al herido. Estaba nervioso. Muy nervioso. Y que apelara al humor lo delata aún más.
—Aguantá… Aguantá, Pini… ¡Aguantá, carajo! Tres patadas en los huevos no nos podemos morfar en el mismo mes: primero Kung Fu, después Máicol… ¡Lo único que nos falta es que vos también te vayas!
Detrás de ellos apareció, trayendo del brazo a Nilda, una piba que hablaba solo en guaraní. Por ahí está mal admitirlo, dada la situación y el mal momento, pero me alegré de que fuera ella y no cualquier otra enfermera. Se notaba que Nilda estaba asustada. Pero si alguien sabía en el Paroissien cómo trabajar bajo presión, esa era Nilda.
El último en sumarse fue un hombre alto y muy delgado que llevaba puesto un piloto azul. Traía con él más frío todavía del que estaba haciendo. Y el silencio que pronunciaba era el de la mismísima muerte. Cuando entró vio el cuerpo del Orejón y se acercó hasta él. Lo miró un buen rato. De pies a cabeza. Como estudiándolo. Lamentándolo también. Y después me clavó la mirada. Y ya no dejó de hacerlo.
El tipo del buzo rojo con capucha le hizo una seña a la paraguayita para que soltara a Nilda. Después me miró y, alzando el mentón, nos ordenó:
—¡Ya! ¡Ya! ¡YA! ¡Hagan lo suyo!
Era evidente que el ritmo cardíaco del herido estaba disminuyendo. Su pulso apenas podía captarse. Lo íbamos a perder. No había tiempo para realizarle maniobras de resucitación cardiopulmonar. Nada de media hora de RCP. Nilda se puso en acción y le sacó el cinturón y las cadenas que llevaba tanto en las muñecas como en el cuello. También los dos rosarios. De los bolsillos del pantalón de jean extrajo un celular que colocó sobre una mesita cercana. Con una tijera, primero, le cortó los cordones de los borceguíes para poder dejarlo descalzo más rápido y después hizo lo mismo con la remera en la parte de adelante para abrírsela como si fuera una camisa. Cuando lo dejamos con el torso desnudo, vimos que su pecho estaba surcado por una cicatriz enorme rodeada de tatuajes de todo tipo.
No pude colocarle una inyección de adrenalina porque al pincharlo la aguja de la jeringa se me dobló. Lo hice una segunda vez con igual resultado; por eso desistí de la maniobra. Con Nilda lo movimos para un lado y para el otro buscando hematomas o señales de entrada de arma blanca o de fuego. Encontré una herida profunda en la parte baja de la espalda. Y en ella, un pedazo de vidrio. Con unas pinzas logré extraerlo con éxito, y eso que estaba bien enterrado. Cuando intenté cauterizar la herida, rogando que el tejido resistiera la costura que le estaba por hacer, me di cuenta de que no había hemorragia. Nunca había visto algo así, porque era imposible. La piel, en segundos, había cauterizado sola.
Arrugando la frente, y pensando que estaba a dos pasos de empezar a empinar el codo con el Doctor Nazar y su Tía María, enchufé el cardiorresucitador y lo encendí. Nilda se apresuró a pegarle los parches para captar la actividad eléctrica del corazón y a desparramarle gel en el pecho para que no le quedaran otro tipo de marcas cuando le apoyara las paletas e hiciera las descargas.
—¡Está listo, doctor! —me avisó gritando justo cuando los electrodos indicaron que estaba en paro.
La línea del monitoreo cardíaco dejó de dibujar picos y se volvió recta. Un zumbido tan molesto como lamentablemente conocido acompañó la señal de que el corazón había dejado de funcionar.
Tuuuuuuuuuuuuuuu…
Pedí a todos que se alejaran del paciente.
—Descarga a 200 joules. Despejen.
Se la apliqué y ni lo moví.
—No es suficiente, doctor —comentó Nilda observando que el gráfico del monitor no se había modificado.
TUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU…
Subí la intensidad y volví a pedir que no estuvieran cerca.
—Aumentando a 300. ¡Despejen!
Le apoyé las paletas pero el que se sacudió fui yo. ¿Él? Nada.
Intercambiamos miradas con Nilda. Sabíamos muy bien que nos quedaba solo una vez más. Que después era muy difícil, prácticamente imposible, que cualquier corazón humano empezara a funcionar si no lo había hecho con tres descargas.
El tipo del buzo rojo se dio cuenta de cuál era la situación. No se si tenía experiencia en esto o si nos leyó los pensamientos. La cuestión es que se acercó para sugerirme:
—Dele con todo.
Llevaba la capucha del buzo puesta. De su cabeza solo sobresaltaba el rostro. Sus ojos ocultos por la sombra de la capucha. Nariz al descubierto y boca pronunciando:
—Dele con todo lo que tenga: él va a aguantar.
Me quedé duro un instante antes de poder darle una respuesta.
—Si le hago caso, lo voy a terminar matando yo.
Fue rápido. En un abrir y cerrar de ojos sentí como me apoyaba el caño de una pistola en la cabeza haciéndomela ladear sobre mi hombro derecho.
—Dele con todo.
TUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU…
Tragando saliva obedecí.
—Máxima potencia… ¡Atrás! ¡Todos!
Lo puse a 360. Le apoyé las paletas en el pecho y, cuando le di la descarga, la electricidad me hizo vibrar los brazos. El cuerpo del paciente se arqueó por primera vez. Yo no paraba de temblar. Tuve que hacer mucha fuerza para poder despegarle las paletas. Bajó la tensión en la sala. Los tubos fluorescentes se apagaron y se volvieron a prender. La máquina no resistió tanto voltaje y explotó. Saltaron varios chispazos y después salió humo. Menos mal que no corrió la misma suerte el aparato de monitoreo cardíaco; que empezó a captar actividad dejando de emitir la línea mortal.
Boom… ¡Bip! … Boom… ¡Bip! … Boom… ¡Bip!
No lo podía creer: el paciente había resistido casi 400 joules de descarga. Hipotéticamente, nadie en este mundo está preparado para algo así.
Estaba anonadado. Y así estuve unos segundos hasta que volví a la realidad, o eso creí, cuando escuché los aplausos. Sentado en el piso y con las piernas cruzadas, me los estaba dedicando el diablo de piel amarilla. Para mi sorpresa, el perrito blanco lo podía ver, o intuir su presencia, porque se puso a chumbarle furioso. Al diablo de piel amarilla la situación lo divirtió tanto que se puso a sacarle la lengua al perro para hacerlo enojar más.
GRRRRR… GRRRRR…
—Gracias… Gracias, doctor —me dijo emocionada la travesti, abrazándome. Fue tan efusiva que me hizo hundir la cara en su pelo. Cuando dejó de hacerlo, busqué con la mirada al diablo de piel amarilla, pero ya no estaba donde lo había visto.
Nilda suspiró hondo, como diciendo: «Por un pelito, doctor. Estuvimos ahí, por un pelito». Y se permitió sonreír.
Me refregué las palmas de las manos por el rostro, clavé la vista en el techo y volví a respirar aliviado. Me duró poco: el corazón se me vino a la boca cuando escuché los disparos. Las balas hicieron que lloviera revoque. Tiros al aire y un sapucay: así festejaba la paraguayita que lo hubiéramos salvado al líder de la banda. Algunos de sus compañeros lo aprobaron y el resto no tanto. El del buzo rojo con capucha la miró torcido, mordiéndose el labio inferior. Después se volvió a concentrar en mí.
—No es por hacernos los lindos, Tordo; pero como lo más importante era evitar que Pinino se nos mudara para el otro barrio, antes no nos presentamos como es debido. La señorita que le agradeció en nombre de todos es Lady Di. La otra chiquita, nuestra Pepita La Pistolera, es la Cuñataí Güirá. El amigo que está al fondo, al costado del fiambre ese, es Juan… Juan Raro. El negro fulero este es el Faisán. El Miguel es el perrito hincha pelotas… ¿A ver? ¿Falta alguno? Solo el Federico, que todavía no vino. Pero, conociéndolo, debe de estar por caer. Y por último, pero no por eso menos importante, quién le habla, Tordo: para servirle, el Ráfaga. Mucho gusto. Y muchas gracias… una vez más —me dijo extendiéndome la mano derecha para saludarme.
Cuando se la estreché, me dio un apretón fuerte.
—Somos la banda de Nafta Súper —agregó, sabiendo que no hacía falta que lo dijera.

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