VI
Será porque los forajidos no nos hacemos mucho drama
I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, IUUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, I-UUU, IUUU, I-U…
Ráfaga, con el índice de la mano derecha, se dio dos golpecitos seguidos en la oreja del mismo lado. Manteniendo solo ese dedo en alto, me hizo notar:
—¿Escucha, Tordo? ¿Las escucha? ¿Qué le estaba diciendo recién? ¡La reconcha de mi madre! Ahí vienen.
SSSKREEEEEEEEEE!
En el único acceso del hospital a la Ruta 3, ya sea para entrar o salir, además de las sirenas también se oyeron las primeras frenadas de los patrulleros que iban a encabezar el operativo en el edificio y sus inmediaciones. Las luces rojas sobre los techos de los vehículos, a más de cien metros de donde estábamos nosotros, iluminaron la noche volviéndola aún más extraña.
Ráfaga, después de darme su seminario intensivo de política y diferentes luchas de bandos y de clases sociales en el partido de La Matanza, fue a charlar y a decidir cuáles iban a ser los mejores pasos a seguir junto con el Faisán y la Cuñataí Güirá, adonde no los pudiéramos oír con Nilda.
—¿Conocías algo de todo lo que te chamuyó Ráfaga? ¿A Los del 20? ¿A Los de Siempre? ¿Al Pelado? ¿O a nosotros? —prácticamente me ladró el Faisán mostrándome sus dientes cuando pasó a mi lado.
Sí y no.
Pero no fue lo que contesté.
—No.
El morocho de cabeza rapada siguió exhibiéndome su dentadura con una sonrisa mucho más ancha cuando le di mi respuesta. Se le notó en la cara que no me creyó. Pero igual me siguió el juego.
—Entonces, conocelo, sabelo y si no lo sabías, aprendelo, man.
El Faisán fue el último en sumarse a la reunión de emergencia. Discutieron los tres junto a la ventana, mientras Ráfaga escribía un mensaje de texto en su celular y la Cuñataí Güirá se paseaba de aquí para allá ida y vuelta en un tramo corto; tan nerviosa como si fuera un hombre que está esperando que le den la noticia de que su mujer por fin dio a luz un varón. Más cerca de donde yo me encontraba, Juan Raro seguía firme junto a los restos mortales del Orejón, escoltándolos. Nilda controlaba los signos vitales de Nafta Súper y no paraba de rezar.
—Esa criaturita que dejó morir… ese chico que está ahí tirado… es el hijo de alguien, ¿sabe?
Cuando la escuché tuve ganas de contestarle «todos somos hijos de alguien», pero me contuve a tiempo: no me convenía ser grosero con la única persona de la banda con la que tenía un trato más o menos cordial.
—Ya nada se podía hacer clínicamente por él cuando lo abandonaron en la puerta del hospital —le expliqué a Lady Di.
Ella me siguió recriminando:
—Pero ni siquiera lo intentó. ¿Usó por lo menos el coso ese que se ponen ustedes en las orejas?
Estuve a punto de tentarme de risa con su comentario. Que me riera en ese momento hubiera sido poco feliz. Juan Raro seguía mirándome. Y aunque no lo estuviera haciendo, no podría haber dicho la mentira, «sí, señora: lo asculté con el estetoscopio», y sonar convincente. Preferí quedarme callado y con mi silencio darle la razón. Fueron unos minutos incómodos, demasiados, los que pasaron hasta que Lady Di me volvió a dirigir la palabra.
—De una parte a esta, son todo un número los ausentes que tengo que contar. Ya sea por el bicho, por un cuetazo o hasta por una pavada… Muchas flores… Mucho velorio encima… A veces me pregunto pensando en mis seres queridos que ya no están: ¿no seré yeta yo?
Finalmente logró robarme una sonrisa. Ella también dibujó una con sus labios. Y dando un golpe de mentón señaló a Nafta Súper.
—Digamé la verdad verdadera, doctor: usted, ¿cómo lo ve?
Miré al frente y después clavé la mirada en el piso. Si no fui capaz de cruzarme con los ojos azules de Lady Di fue por lo que tenía para decir; el diagnóstico que iba a seguir sosteniendo.
—Ya escucharon mi parte médico. Pero a ustedes solo les importa…
—Que esté vivo cuando salga el sol. ¿Lo va a estar?
Fui honesto con ella.
—No lo sé.
Lady Di miró fijo el techo. Se distrajo un buen rato con los agujeros que habían hecho las balas que disparó al aire la paraguayita.
—¿No confía…
No se por qué la interrumpí de forma abrupta.
—No confío en nada ni en nadie.
Ella, sacudiendo el dedo índice delante de su cara, me sermoneó.
—Feo. Es feo lo que dijo. Feo, feo, feo…
Y después de hacer una pausa agregó:
—Pero muy inteligente de su parte. Si lo puede hacer. «No confiar en nadie.» El Federico es como usted. Así le va.
—¿Cómo? —me dio curiosidad.
—Bien. Bastante bien.
—¿Y entonces?
—Pero anda solo. Y eso no está bueno.
Con mi silencio nuevamente le estaba dando la razón.
—¿Y usted, doctor? ¿Cómo anda?
Arqueé las cejas y fui sincero.
—También solo.
—Hmmm, ¿y sus cosas? En general, digo…
Seguí siendo honesto. Dolorosamente honesto.
—No muy bien.
Será por eso que cambié de tema cuando tuve la oportunidad.
—¿Por qué no le habla?
—¿A quién?
—¿Y a quién va a ser? A él —señalé a Nafta Súper con el mismo gesto que ella había hecho cuando me preguntó cómo lo veía.
Lady Di se mostró tímida.
—¿Ahora?
Me causó gracia su incredulidad.
—Si, ahora. ¿Cuándo si no?
—Doctor, no se burle de mí. Que ya no sé qué hacer.
Suspiró ella. Suspiré yo. Y volví a la carga para intentar convencerla.
—Hable. Hable con él. No perdemos nada.
Ella ladeó la cabeza haciendo un movimiento indeciso entre un sí y un no. Nilda, con un ademán, la invitó a acercarse.
—¿Me podrá escuchar?
Encogiéndome de hombros le respondí con otra pregunta.
—¿Si no lo intentamos cómo vamos a saber?
Lady Di se mordió el labio inferior.
—¿Y usted cree que sirva de algo?
Yo mismo me sorprendí de lo seguro que sonaron mis palabras.
—¿Una voz amiga? ¿La voz de alguien a quien queremos? Puede funcionar.
—Eso y rezar. Siempre ayuda —agregó Nilda sin dejar de vigilar que todo estuviera en orden.
La travesti se mostró un poco reticente.
—Muchas personas se la pasan rezando. Pero parece que Dios no escucha. O que no contesta.
—No creo que sea tan así como usted dice —estuvo en desacuerdo Nilda—. Pero coincido con el doctor en lo de hablarle. Recibir un poco de cariño nunca está de más. Para nadie.
Aunque no hiciera falta, y básicamente por los nervios lógicos de la situación, Lady Di se pasó las palmas de sus manos por sus piernas como si estuviera planchando las arrugas del pantalón que llevaba puesto. Tomó coraje, se levantó y fue hasta la cama donde estaba acostado Nafta Súper. Primero clavó la mirada en el monitor que controlaba el ritmo cardíaco y después se agachó para hablarle al oído en un tono íntimo, que no pude evitar ni tampoco quise dejar de oír. Y Nilda tampoco.
—Pini… Soy yo… Lady D… ¡Por favor no me mire que me muero de vergüenza! —me pidió a los gritos.
Y tanto ella como yo nos pusimos colorados.
Tomó aire, lo largó y volvió a intentarlo.
—Pini… Pini… Pini, yo… Parece que no escucha, ¿no?
Con la enfermera le hicimos señas para que siguiera. Pero ella ya no está tan convencida.
—Medio que es al pedo, doctor. Medio bastante.
Nilda la chicaneó.
—¿Y si esta es la última oportunidad que tiene de hablar con él mientras está vivo?
—¡Yegua! ¡Mordete la lengua antes de volver a decir una barbaridad como esa! —se alteró la travesti con solo pensarlo.
Nilda siguió toreándola.
—Hablelé de por qué no se tiene que ir todavía. Dígale lo que siente.
Lady Di la miró un poco con odio. Pero le terminó haciendo caso. Y largó todo lo que tenía adentro.
—Bombón: no tengo la más puta idea si me estás escuchando o no. Lo único que sé, lo único que te pido, es que no te vayas a morir, boludo. Si te llego a perder… si te llegamos a perder… Yo… Yo… Yo a tu hijo… Yo a tu hijito no le puedo decir que su papá murió, ¿me entendés? ¿Cómo mierda hago? ¿Cómo se lo cuento al Monchi? ¡Ni en pedo, Pini! ¡Ni en pedo lo hago! Así que dejate de joder. Y levantate.
Lady Di hacía grandes esfuerzos para no quebrarse.
—Dale… Levantate… No seas puto. Que tu nene te está esperando para que lo alces y le hagas el avioncito. Y lo levantes bien alto como si estuvieras haciendo pesas. Para que jueguen a que es un pájaro. O un avión. A lo que sea que son ustedes cuando vuelan juntos… Más rápidos que una bala. Más fuertes que una locomotora… Tenemos muchas cosas que hacer, Pini. Y vos acá. Torrando lo más pancho. Je. ¡Rascate el higo cuando quieras! Vamos. Arriba, bombón. Arriba.
De repente, sonrió melancólica.
—Además, si vamo’ a la que es, ya no sos un pendejo. Y si vos te morís hoy no va a llover, Pini. No te va a pasar como dicen esos que cantan la posta y que andan batiendo que llueve cuando espicha un pibe bueno porque los ángeles lloran si otro guacho se va al cielo… Porque vos de guacho nunca tuviste nada. Aunque te hayan encontrado doña Ina y tu viejo en ese baldío… ellos son tus papás. Con todas las letras. Así que cortala. Y tampoco le des un disgusto a tu mami.
A lo último se puso seria. Muy seria.
—Acordate de lo que nos juramos los siete cuando empezamos con esto: que ni las rejas ni la Vieja Cosechera nos iban a agarrar. Que así nunca íbamos a perder. Que no vamos a quedar jamás encerrados adentro del vidrio. Porque ni ahí somos pescados para andar guardados en la pecera. Ja. Que no la íbamos a jugar de Nemo, dijiste vos agarrándole la nariz a Monchi. Y que tampoco íbamos a andar fantasmeando…
Fantasmeando, repitió tragando saliva.
Terminó con un nudo en la garganta, visiblemente emocionada. Como Nilda. Y volvió a sentarse al lado mío. Abriendo bien los dedos de las manos se abanicó para darse aire y no aflojar con el llanto. Carraspeé para que no se sintiera tan incómoda y después fui yo el que buscó tema de conversación.
—¿Así que tiene un hijo? ¿Nafta Súper?
—Sí.
—¿Un varoncito? —acotó Nilda.
—Ajá.
—¿Y cómo es?
Lady Di se mostró más animada.
—¡Ufff! ¿Qué cómo es el Monchi? ¿La señora y el doctor disponen de tiempo para que les cuente?
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