Completo,
el magistral discurso de María Teresa Andruetto para el cierre del Congreso de
la Lengua
Este sábado
30, la escritora cordobesa ofreció un discurso muy crítico para cerrar el
encuentro internacional.
“Hay una grieta en todo, así es como entra la
luz”, dice Leonard Cohen, Y entonces es ahí, en las fisuras, donde quisiera
mirar.
No fue sencillo para mí aceptar la invitación a
cerrar este congreso, por las disidencias diversas que con él tiene, por
razones también diversas, la comunidad a la que pertenezco y por mis propias
disidencias.
Me tranquilizan dos cuestiones, la primera es
que antes de aceptar hice saber mi posición y la invitación se sostuvo –con un
espíritu democrático y una amplitud que mucho agradezco–; la otra es que estoy
aquí como escritora y el lugar de quien escribe es, en lo que respecta a la
lengua, un lugar de desobediencia, de disenso. En nombre de ambas cosas digo
estas palabras.
La primera cuestión tiene que ver con el nombre
mismo del Congreso, llamado aquí –y es al menos curioso que con la contraparte
nacional se haya llegado a esa denominación– Congreso de la Lengua Española,
porque para nosotros, para nuestro sistema educativo, la academia, la alta
cultura y la cultura popular, esta lengua en la que aquí hablo siempre ha sido
la lengua castellana.
Así llegó a América, con la conquista y con la
iglesia, la lengua de Castilla, y fue esa lengua y no otras que se hablaban o
se hablan en España como la que se impuso –no sin dolor, no sin lucha, no sin
resistencia– sobre las lenguas originarias.
Esto nos lleva a preguntarnos de quién es la
lengua, quién le da el nombre y quiénes reconocen su lengua en ese nombre.
Aunque en las previas a este Congreso se ha insistido en la idea de que la
lengua es de todos sus hablantes, en la amplia procedencia geográfica de los
ponentes y en la alta presencia de mujeres en las mesas, me pregunto si esa que
se dice de todos es la misma lengua; en caso de serlo, quiénes son sus dueños y
atendiendo a que una lengua con tantos hablantes, además de un capital
simbólico es un capital económico, quiénes hacen usufructo de ella.
Desde Madrid, el ministro de Educación de la
Provincia, a la pregunta de un periodista acerca de ciertos contenidos,
reconoció que ni la parte argentina ni la cordobesa intervienen en la elección
del temario.
Es la Real Academia, dice. A su vez, el director
de la Real Academia, remarcó la importancia de estos congresos con la frase:
“Durante unos días, se tratará de ponerle voz española a los asuntos que nos
ocupan a todos, tal vez sin tener dimensión de lo que la frase “voz española”
significa aquí, para nosotros.
Entonces, no debiéramos desentendernos de
ciertas preguntas, aunque incomoden. Preguntas como: ¿Para qué un congreso en
estas pampas sin intervención local sobre sus contenidos? ¿Es la lengua de
España la misma que se habla en América? ¿El muy diverso castellano de cada uno
de nuestros países es la misma lengua española de la que el Congreso habla? Y
finalmente, porque estamos en Argentina, ¿se trata de la misma lengua que aquí
se habla?
Sí y no. La misma y otra. Para los hablantes de
mi país se trata de una cuestión que lleva más de un centenario, cuestión desestimada
o minimizada por las instituciones españolas de la lengua, sus espacios de
formación, sus editores..., como lo expresa blanco sobre negro el reciente
planteo del director mexicano Alfonso Cuarón, quien declaró en la clausura de
un ciclo de cine en Nueva York, que le resultaba ofensivo para el público (e
imagino sin dudas que para sí mismo) que su película Roma se haya subtitulado
en España.
“Me parece muy, muy ridículo, a mí me encanta
ver, como mexicano, el cine de Almodóvar y yo no necesito subtítulos al
mexicano para entender a Almodóvar". Le parece ridículo, dice, que un
español necesite que le digan “No os acerquéis al borde" en lugar de
"Nomás no se vayan hasta la orilla". Entiendo muy bien lo que dice
Cuarón, me ha pasado que una editora española haya pretendido cambiar
durazneros por melocotoneros con la extraña fundamentación de que en España
nadie entendería la palabra duraznero, pero sucede que melocotonero es una
palabra tan artificial para un argentino que nunca jamás podría usarla.
En fin, cierta pretensión de uniformidad, la
homogeneización que destruye lo singular o lo invisibiliza, el modo en que se
ilumina la propia lengua al ver cómo toma caminos diversos.
Todo eso borrado, dice la cordobesa Eugenia
Almeida, porque el castellano de esta América es un conjunto de variables
mestizadas por pueblos originarios, aportes árabes, africanos, europeos y
asiáticos que –esclavizados, sometidos, aceptados o bienvenidos- impregnaron
nuestros modos de decir y de pensar. Hablaba el ruso en quince lenguas, dice en
algún lugar Julia Kristeva.
La segunda cuestión aparece cuando reparamos en
que esto no es recíproco. Casi 600 millones de personas de 22 naciones hablamos
la misma lengua. ¿Son soberanas lingüísticamente esas naciones? Y si es así,
¿por qué sus modos de decir necesitan ser traducidos a un decir mejor, a un
bien decir?
En la Declaración Universal de los Derechos
Lingüisticos firmada en Barcelona en 1996, se expresa que los hablantes pueden
usar la lengua según las necesidades de cada lugar de origen, garantizando así
“los principios de una paz lingüística mundial justa y equitativa, factor
decisivo de la coexistencia social y cultural”.
Más del 90 por ciento de los hablantes de lengua
española habita en países de América, y menos del 10 por ciento, en España. Sin
embargo, las variedades idiomáticas americanas no tienen tantas posibilidades
de ser reconocidas por la Academia y, cuando lo son, pasan por formas
folklóricas, americanismos.
Por su parte, en el Diccionario Panhispánico de
Dudas, alrededor de un 70 por ciento de lo que se considera “malos usos de la
lengua” es de origen latinoamericano, lo cual tiene que ver no sólo con la idea
de purismo y la pretensión de uniformidad, sino sobre todo con la convicción de
que el bien decir se decide fuera de nosotros.
Se trata de las políticas de control del idioma,
de la tensión entre las hablas de una comunidad y las normas que esa comunidad dicta
o acepta y de la lucha entre transformación y preservación. La advertencia
gramatical no me limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me
da movilidad dentro de ella. Me recuerda que la lengua es mía y que no es solo
mía… me recuerda que el vínculo es el vehículo compartido.
El interés por la gramática trasunta el interés
por la conservación del espacio público, dice la colombiana Carolina Sanín.
¿Sin leyes seríamos más libres? Necesitamos instituciones reguladoras pero
necesitamos también que esas instituciones nos representen de una manera más
justa, porque una lengua –que por cierto es mucho más que sus reglas- vive en
las bocas de sus hablantes y es asombrosa la velocidad con que lo vivo deviene
en frase hecha, en palabra muerta, en clisé.
Un idioma es una entidad en permanente
movimiento, una inmensidad, un río, en su adentro caben muchas lenguas como
caben muchos pueblos. Argentina, para dar el ejemplo que más a mano tengo, no
se hizo sólo con descendientes de hispanohablantes, es un país que mezcló la
población originaria con la invasora, y recibió aluviones migratorios de
italianos, gallegos, árabes, aymaras, vascos, polacos, guaraníes, armenios,
coreanos, alemanes… se trata de un país que nunca vivió el purismo idiomático,
la necesidad de conservar la “casticidad”, palabra por otra parte tan cercana a
la castidad.
En fin, que somos impuros o mestizos (muchas
veces mestizos étnicos y siempre mestizos culturales), que es impura nuestra
lengua y esa impureza es nuestra riqueza. Dice el colombiano Fernando Vallejo
que preguntarse quién habla bien es una tontería porque el castellano se habla
como se puede en todos los ámbitos del idioma, un idioma de 22 países entre los
cuales contamos a España.
En fin, que para riqueza de hablantes,
escribientes y lectores, y para riqueza de nuestras literaturas, peninsulares,
latinoamericanos y ecuatoguineanos debiéramos cuidarnos mucho de una lengua que
se someta a la lengua oficial, una escritura que ponga en retirada a cada
modalidad de la lengua en particular, cuidarnos de no confundir la lengua viva
con los cementerios de la lengua, acoger, dice también Fernando Vallejo, el
idioma de la vida, que es el local.
Hasta acá, un poco distraídos, podríamos pensar
que se trata de diferencias de habla, de lo singular que se aleja de ciertas
normas, de ciertos corrales, cierta legislación que va y viene desde una región
a otra, pero por cierto que no se trata de un camino de ida y vuelta entre
modos diversos de usar la lengua, sino de una corriente que va o pretende ir
desde la antigua metrópoli hacia sus dominios de antaño y nunca de modo
inverso.
Esa corriente de poder lingüístico
unidireccional viene a nuestros países con las formas de decir y escribir que
España considera correctas sin comprender que a muchas expresiones del
castellano de España las comprendemos nosotros poniendo a prueba nuestros
oídos, porque la música, y el habla, y el gusto, no son los mismos para todos y
porque, parafraseando un relato cristiano, hay ovejas que son de este corral y
otras que son de otro corral pero de todas es el universo de la lengua.
No hace mucho, una investigadora madrileña me
dijo llena de sorpresa ella y más sorprendida yo por su reflexión: “No entiendo
por qué los argentinos necesitan traducir a Dante (a raíz de una edición aquí
de La divina comedia, con traducción del poeta Jorge Aulicino) si ya está
traducido al español", pero es que tal vez ni se advierte siquiera cómo
pegan en nuestros oídos muchas traducciones de editoriales españolas, especialmente
cuando se trata de escritores que trabajan con lo coloquial; pero no me
extiendo en el tema porque de todo esto habrán dado cuenta las mesas sobre
traducción del Congreso, ya que es materia habitual de debate entre nuestros
traductores.
No se trata de una cuestión menor, ni tampoco
meramente retórica. Durante la pasada dictadura, los escritores argentinos en
el exilio español se preguntaban qué hacer con nuestro lenguaje. Elijo dos
respuestas a esa pregunta: el escritor y crítico David Viñas, en julio de 1980,
dice en una carta "¿Se academiza la cosa, se la agayega, se le pone
almidón y se la plancha?" En otra carta, de agosto de 1980, el escritor
Antonio Di Benedetto, dice: "He procurado clarificar un tanto el
vocabulario para el lector español sin dar la espalda a mi potencial lector
argentino o latinoamericano. Con tal criterio he sustituido algunas voces.
Ejemplo: no “saco”, que aquí sugiere “bolsa”, sino chaqueta, dicción que no es
extraña al argentino, ¿verdad? ¿Verdad?".
Podemos oír un grito ahogado en ese ¿verdad?, un
gesto de desesperación, porque la elección de la lengua (y dentro de ella, la
de sus infinitos matices) indica en qué sistema literario puede o quiere
insertarse un escritor, indica por quiénes y de qué modo desea ser leído y
revela también el costo que ese escritor está dispuesto a pagar para
encontrarse con sus lectores.
Cuando comencé a publicar y se abrió tímidamente
alguna posibilidad de editar mis libros fuera de Argentina, la lengua, esa
materia con la que trabaja un escritor, comenzó a presentarse como un
obstáculo. No es el libro, no es la historia, es el lenguaje... tan argentino,
se me dijo en muchas ocasiones.
En 1876, Juan María Gutiérrez, preocupado por el
lenguaje rioplatense (como Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, sus
colegas de la Asociación de Mayo), rechazó públicamente la propuesta de
integrar la Real Academia Española, lo que provocó una serie de cartas con un
periodista español que también polemizó acerca de ello con Sarmiento.
La cuestión de si hablar castellano o una de las
lenguas originarias del territorio que ocupa nuestro país, y en el caso de
hablar castellano, qué castellano hablar y escribir, en fin, la pregunta acerca
de si era conveniente seguir a pie juntillas a la Academia Real del país del
cual estábamos independizándonos o si debíamos dejar que la lengua, aun siendo
la misma -la misma y otra, por cierto- se independizara a su vez y corriera a
su aire, aceptando nosotros, sus hablantes, las transformaciones que le íbamos
dando, se discutió aquí en la segunda mitad del siglo 19, una discusión que
nuestros prohombres dieron por saldada hace ya más de 150 años.
Esa cuestión, que en nuestras carreras de letras
se estudia como la polémica acerca de la lengua, polémica que es por supuesto
lingüística y estética pero por sobre todo fuertemente política, se dirimió en
el marco del movimiento estético/político romántico, y la llevaron adelante
Gutiérrez, Echeverría, Sarmiento y Alberdi, los cuatro grandes escritores
románticos argentinos, a la vez cuatro políticos centrales, lo que es casi
decir los fundadores de nuestra literatura y de la nación.
De todo ello emergió la convicción de que ese
castellano que se hablaba no necesitaba sujetarse a los dictámenes de su casa
central, de modo que ser un hablante o un escritor argentino es también ser un
usuario de la lengua desobediente ante la demanda de casticidad.
La tercera cuestión aparece cuando reparamos en
la lengua como un capital no sólo simbólico, cuando comprendemos su faz
económica, y entonces nos preguntamos ¿quién usufructúa los dividendos que da
esta lengua en el mundo? El gobernador de la provincia dice “sabemos que es un
recurso natural inmenso, un bien renovable que se multiplica con el uso, que
gana valor cada día y hoy es deseable inclusive para los nacidos y criados en
otras lenguas", lo cual coloca en primer plano este aspecto de la lengua
como capital económico.
A la hora de certificar internacionalmente los
cursos de aprendizaje como lengua extranjera, las jornadas internacionales para
profesores de español, como suelen llamarse, ¿quién certifica? ¿Quién obtiene
los dividendos de esas acciones? ¿Se distribuyen esos dividendos entre los
diversos países en que se habla castellano o se trata de un recurso que le
pertenece mayoritariamente a instituciones españolas?
Todas las relaciones humanas están mediadas por
la política, atravesadas por diferencias de poder, y ese poder se materializa
en el lenguaje que, citando a Bajtin, es producto de la actividad humana
colectiva y refleja en todos sus elementos tanto la organización económica como
sociopolítica de la sociedad que lo ha generado.
La búsqueda de uniformidad, el paso de un rasero
que aplane las particularidades de nuestros castellanos, va en consonancia con
la persecución de un mayor rendimiento económico, con que libros, películas y
series, publicaciones en papel o digitales, cursos de enseñanza y literatura
destinada a niños y jóvenes sirvan para la mayor cantidad posible de usuarios.
Por eso la persistente búsqueda de un castellano
a la española o un latinoamericano neutro que permita a esos productos circular
en todo el continente, viajando más y mejor, penetrando de modo más rápido, sin
que importe que eso sea a costa de nuestra singularidades y vaya –cómo de hecho
va– contra la riqueza del idioma. Baste escuchar en nuestro país a alumnos,
hijos o nietos, hablando de leños, carros y neveras para comprender lo que
digo.
¿Por qué hablan cómo hablan los personajes en
los programas infantiles enlatados? ¿Por qué se subtitula una película de un
castellano a otro, como sucedió con la ya citada Roma y sucede con tantas
otras? ¿Es porque los españoles no comprenden la palabra "orilla" y
necesitan que se las traduzca como "borde"? ¿O se trata de
simplificar y uniformar para atraer el mayor número posible de espectadores
hacia una película o una serie que pueden generar mucho dinero?
Empresas y capitales multinacionales promueven
la ampliación del mercado del castellano, en su modalidad española o en lo que
llaman americano neutro para, en lo uniforme y hegemónico, reforzar el
monopolio de la lengua como negocio; buscan un idioma de modalidad única (para
tantos hablan hablantes de culturas tan distintas), a costa de su depredación,
del mismo modo que los monocultivos en su búsqueda desmedida de dinero van
contra la riqueza del suelo y la diversidad que nos ofrece la naturaleza.
Víctor Klemplerer, en su libro sobre las
transformaciones de la lengua alemana durante el Tercer Reich, registra en su
diario de manera minuciosa cómo el lenguaje se va falsificando, va perdiendo su
singularidad y su verdad, lo que constituirá la más potente difusión del
nazismo en todas las capas de la población.
La vida de una lengua, si en algún sitio reside,
es en lo particular, en su inestabilidad; la uniformidad como estrategia
económica, la mono lengua, la neutralidad, lo que produce es destrucción,
depredación. En ese arco ingresan las Industrias de la lengua, el turismo
idiomático, la corrección política donde se incluyen los debates actuales sobre
si el lenguaje es inclusivo o no y en qué medida es e inclusión incluye la
diversidad de todo tipo, no sólo la de género.
Pero volvamos a nuestra resistencia ante la
demanda de uniformidad en los modos de decir, ya que el pensamiento se
construye en y con el lenguaje a través del cual se manifiesta, podríamos
avanzar un paso en nuestro razonamiento y decir que se trata de una demanda de
uniformidad No sólo en los modos de decir sino también en los modos de pensar.
Por eso, si bien muchos acceden a esas demandas,
otros tantos nos sostenemos en el desacato, el desacomodo, el rechazo a una
lengua apta para todos los públicos. No se trata de un capricho, se trata de
una búsqueda de identidad que se refleja en el modo de hablar y de escribir,
desvíos de cierto extranjero deber ser para encontrar en lo individual más
hondo, allí donde refracta lo social, ecos de la lengua de un pueblo, una
región, una comunidad, un sector social, búsqueda de un contrapoder frente a lo
hegemónico.
Se dice que la lengua no es de las instituciones
sino de los hablantes. Y aunque así es en lo que hace al uso cotidiano, no
parece suceder lo mismo en el aprovechamiento económico que una lengua provee
porque, sin dudas, no es mayoritariamente el castellano argentino, ni el
mexicano, ni el peruano, ni el boliviano... el que se comercializa en la enseñanza
Internacional del idioma.
La cuarta cuestión, el lenguaje inclusivo.
"El Congreso de la Lengua se ocupará del
presente del español, pero no discutirá sobre lenguaje inclusivo", han
dicho a la prensa, con total firmeza, las autoridades de la Academia.
"Tendremos participación igualitaria entre
varones y mujeres", se dijo, y yo no puedo dejar de preguntarme si habrá habido
mujeres y en qué proporción en las decisiones de contenidos. Desconozco si la
Academia y el Instituto tienen mujeres en sus directorios, pero si las tienen,
ellas no han dado sus opiniones a la prensa. Se dijo que hay 250 ponentes de 32
países... 250 ponentes y ni una sola mesa de discusión sobre un tema como es la
inclusión de género, vivamente presente en la agenda actual, tanto de América
latina como de España.
El lenguaje inclusivo nos pone delante de la
carga ideológica de la lengua, que habitualmente nos es invisible. Claro que
compartimos la lengua y que ella no es de nadie, ni siquiera de las buenas
causas.
Claro que corremos riesgos de que el lenguaje
inclusivo se vuelva pura corrección política. Claro que no sabemos qué pasará
con la literatura, ni si es posible escribir en lenguaje inclusivo de un modo
lo suficientemente cargado de ambigüedad como para conservar la función poética
del lenguaje, de un modo que además de hacernos pensar, nos conmueva, nos
emocione, nos complejice.
Claro que no sabemos qué sucederá en el largo
plazo, si ese lenguaje que viene a irrumpir se estabilizará en la lengua y en
tal caso de qué modo, si ingresará y de qué manera a nuestras literaturas, pero
sabemos de su uso y expansión en ciertos sectores sociales (especialmente
urbanos) y en jóvenes de cualquier género, y vemos cómo impregna y permea los
usos públicos, periodísticos y políticos, y entonces resulta asombroso que no
se haya incluido siquiera una mesa de discusión sobre algo que está moviendo
los cimientos de nuestras sociedades.
En la lengua se libran batallas, se disputan
sentidos, se consolida lo ganado y los nuevos modos de nombrar –estos que
aparecen con tanta virulencia – vuelven visibles los patrones de comportamiento
social. Palabras o expresiones que llegan para decir algo nuevo o para decir de
otro modo algo viejo, porque el lenguaje no es neutro, refleja la sociedad de
la que formamos parte y se defiende marcando, haciendo evidente que los valores
de unos (rasgos de clase o geográficos o de género o de edad...) no son los
valores de todos.
Algo que no existía comienza a ser nombrado,
algo que ya existía quiere nombrarse de otro modo, verdadera revolución de la
que no conocemos sus alcances, ni hasta dónde irá, ni si abarcará un día a la
mayor parte de la sociedad, a sus diversas regiones, a las formas menos urbanas
de nuestra lengua y a todos sus sectores sociales.
No podemos prever su punto de llegada, pero sí
sabemos que está entre nosotros de un modo tal que no podemos obviar. Lo que
queda claro, lo insoslayable, es que se trata de una cuestión política, de que
la lengua responde a la sociedad en la que vive, al momento histórico que
transitan sus hablantes, porque como dice también Victor Klemperer, "el
espíritu de una época se define por su lengua".
El asunto entonces es cómo se las ingeniará la
lengua para conservar un territorio común entre sus hablantes, para seguir
siendo en su diversidad, sus diferencias y su riqueza, su lugar de reunión,
para usar el nombre de un poema de nuestro Alejandro Nicotra.
La lengua es mía pero no sólo mía, entonces cada
uno de nosotros es dueño de la lengua, siempre que tenga la conciencia
suficiente como para advertir su componente social.
Este código compartido, este contrato entre
hablantes, esta libertad tiene siempre por límite el deseo de ser comprendidos,
porque no hablamos solos ni para nosotros sino para comunicarnos con otros.
Ante esa complejidad, sólo caben la diversidad y la flexibilidad; por otra
parte, la lengua nos da todo el tiempo muestras de saber transformarse sin
destruirse y, finalmente, sacudir el lenguaje, es –en palabras de Althusser-
una forma entre otras, de práctica política.
Otra cuestión, el castellano como lengua de las
ciencias y del conocimiento.
El posicionamiento del castellano como lengua
científica y filosófica, nos lleva a la disputa ante el inglés como lengua
dominante, a entrar en diálogo y tensión con otras lenguas y contra la
imposición de una lengua única para el universo científico.
En fin, que el mismo razonamiento sostenido en
defensa de las variables americanas del castellano, ante su variante oficial se
aplicaría en este campo de disputa en el que nuestro idioma está en condición de
minoría con respecto a la lengua oficial de las ciencias, el inglés como lengua
única.
Una tarea de principal importancia es la
recuperación del castellano como lengua del saber, lo que no equivale a
promover un provincianismo autoclausurado y estéril sino un universalismo en
castellano que se acompaña con el aprendizaje de muchas otras lenguas para
acceder a todas las culturas y entrar en interlocución con ellas contra la
imposición de una lengua única.
El desarrollo del castellano como lengua del saber,
del pensamiento y del conocimiento académico postularía un internacionalismo de
otro orden, babélico y no monolingüe, y requeriría un cambio radical en nuestra
cultura de autoevaluación universitaria y científica, dice el cordobés Diego
Tatian y el argentino / mexicano Enrique Dussel, en su libro Filosofías del
sur, pregona que las diversas tradiciones se dispongan para un auténtico y
simétrico diálogo, gracias al cual cada una aprendería muchos aspectos
desconocidos, más desarrollados por otras tradiciones. Se trataría de un mutuo
enriquecimiento.
La amenaza de una lengua de comunicación única
es muy real. Contra esa amenaza, es necesario que cada uno hable su lengua y
más de una lengua, dice Bárbara Cassin. Lugar común la lengua y el pensamiento,
donde lo común no aspira a lo uniforme, lo aceptado por todos ni lo ya dado,
sino a un territorio que, abrigando las singularidades, permita encontrar en un
tesoro acumulado por generaciones de escribientes y de hablantes, las palabras
que nos permitan abrir la historia, decir cosas nuevas y a la vez reconocer la
radical igualdad de los seres humanos.
Para ir cerrando
El lenguaje da acogida a la experiencia de los
hombres, nos promete que lo que se ha experimentado no desaparecerá del todo,
dice John Berger. Una novela, un cuento, un poema, dice también él, usan los
mismos materiales que el informe anual de una corporación multinacional.
El hecho de que estén hechos con casi las mismas
palabras y similar sintaxis no significa más que el hecho de que un faro y la
celda de una prisión puedan construirse con piedras de la misma cantera, unidas
con el mismo cemento.
En fin, que casi todo depende del modo en que se
articulan las palabras, el modo en el que cada uno de nosotros se vincula con
el lenguaje como lugar de reunión, en el convencimiento de que él es –además de
instrumento práctico- vehículo de expresión de la subjetividad de un individuo
y de una sociedad, tesoro fecundado por múltiples desvíos e innovaciones,
sostenido por generaciones de hablantes y escribientes como motor de creación,
factor de mutación, de transformación, para dar testimonio de lo vivido e
imaginado, de la ligazón con lo sagrado, la celebración de lo acontecido y el
lamento por lo perdido. En fin, para construir Memoria e Historia.
Entre lo personal y lo político, lo privado y lo
público, lo individual y lo colectivo, crece esta lengua nuestra. Para que su
energía no se pierda, para que eso que habita en ella y es fácilmente
corrompible, no pierda su música, nervio o alma –la diversidad puesta a vivir
en nuestras bocas-, ella se distancia de lo oficial, de lo abstracto, lo
general, lo convencional, en busca de lo sepultado bajo capas de artificios,
condicionamientos y convenciones, porque cuando por mentirosa, farragosa, fangosa
o inexacta, por excesiva, hinchada, henchida o snob, grandilocuente, críptica o
burda, se corrompe la relación entre las palabras y las cosas, todo el
delicadísimo equilibrio, todo el misterioso artefacto, se desploma.
La homogeneización a través de una lengua, la
búsqueda de una lengua de nadie producto del capitalismo, dice Barbara Cassin y
nos advierte sobre la amenaza de un lenguaje único para la comunicación.
Necesitamos diversidad en las lenguas, como parte de la diversidad de los
ciudadanos.
Cada palabra es el resultado de una historia y
de una serie de representaciones, pero sólo adquiere su significado, que
designa una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma
lengua. Cada lengua tiene su forma de inventar, de inventariar, de describir,
de concebir, de comprender. Una lengua es una energía y se inventa todo el
tiempo.
Sabemos que las leyes son necesarias para
sistematizar la lengua y enseñarla a las siguientes generaciones, y sabemos
también que una lengua está en permanente movimiento y que, de no ser por esos
movimientos, desvíos, disidencias y transformaciones, estaríamos hablando hoy
lenguas romances o latín vulgar... de hecho, el castellano comenzó
desobedeciendo, como lo muestran las Glosas Emilianenses, esas anotaciones al
margen en un códice escrito en latín, que en el siglo X o XI algún monje hizo
para aclarar algún pasaje, anotaciones en un modo de decir en el que ya hablaba
el pueblo pero que todavía no había pasado a su forma escrita. En fin, que en
una lengua cabe un mundo, y en ese mundo caben los disensos y las luchas.
Digo esto sabiendo del lugar en el que estoy,
deseando profundamente que unos y otros, de aquí o allá, podamos volvernos más
y más conscientes de que la uniformidad no es el camino para que la lengua que
compartimos se mantenga viva; pienso entonces en congresos de la lengua donde
el país receptor intervenga activamente en los contenidos, en un congreso que
revise su nombre, un congreso donde se discutan los beneficios económicos de la
enseñanza de castellano en el mundo y donde no se vuelva costumbre traducir en
un país el castellano de otro país, porque si hay riqueza en esta lengua
nuestra, esa riqueza no está en la rigidez sino en la posibilidad de aceptar la
potencia de lo diverso y de lo múltiple, la riqueza del permanente movimiento,
como sin ir más lejos han hecho los hablantes de lengua inglesa –donde la
estandarización proviene de la literatura, los medios y el uso- en distintos
modos de hablarlo y escribirlo.
Necesitamos oírnos en nuestras semejanzas y
nuestras diferencias, en los múltiples meandros que ofrece este idioma nuestro
en el que Cervantes y Rulfo, Sor Juana, García Márquez, Gabriela Mistral y Roa
Bastos, Teresa de Ávila, Luis de Góngora, Elvira Orphée y José Donoso, César
Vallejo, Quevedo, Borges, Blanca Varela y Juana Castro, Gil de Biedma, Lemebel,
Lugones, Arguedas, Watanabe, Sara Gallardo y Onetti, Humberto Akabal, Arlt,
Saer y Rosario Castellanos, entre tantos otros… abrieron con mano de seda y de
hierro los intersticios de la lengua que de mil maneras les había sido
impuesta, para poder decir lo que aún no había sido dicho.
Alfabetizando a población chiriguana en la
frontera salteña, nuestra educadora María Saleme entendió que no servían las
cartillas hechas en Buenos Aires, que tenía que empezar por la palabra agua,
porque el chiriguano es hombre de río, y cuando lo hizo en los valles
calchaquíes descubrió que la palabra nudo no era agua, sino tierra.
Adrián Bravi, escritor argentino de la lengua
italiana, en un libro que se llama La gelosia della lingua cuenta acerca de una
tía que emigró a Argentina en un barco en el que faltó agua potable y donde
murieron casi todos los niños de brazos, una tía que podía contar lo vivido en
castellano pero al intentar decirlo en italiano, se quebraba porque al evocarlo
sus recuerdos tomaba vida propia.
¿Es borde la palabra? ¿O es orilla? ¿O es canto,
o línea, o costa, o ribera, o margen? Cada uno tiene sus razones para decir de
uno u otro modo porque la lengua es mía, pero no solamente mía.
Esa lengua en la que nuestros recuerdos toman
vida propia, en la que podemos razonar y conmovernos, conocer y cuestionarnos,
aprender e imaginar, hasta que lo nombrado adquiera vida propia. Porque, como
en la parábola que relata Gershom Scholem, aunque no sepamos encender el fuego
ni encontrar aquel lugar en el bosque, ni seamos ya capaces de rezar, podemos
seguir contándonos unos a otros nuestras historias y la Historia. Perder eso
sería perdernos, sería una nueva forma de barbarie.
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