LA
LENGUA DEGENERADA, Sol Minoldo, Juan Cruz Balián
Van
dos peces jóvenes nadando juntos y sucede que se encuentran con un
pez más viejo que viene en sentido contrario. El pez viejo los
saluda con la cabeza y dice: “Buenos días, chicos, ¿cómo está
el agua?”. Los dos peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno
mira al otro y dice: “¿Qué demonios es el agua?” David
Foster Wallace – This
is Water
Cuando
el escritor David Foster Wallace dio un discurso frente a los
egresados de la Kenyon College comenzó contando esta historia de los
peces. Su intención era simplemente recordarle al auditorio que
todos vivimos en una realidad que, a fuerza de rodearnos, a la larga
termina volviéndose invisible. Y que sólo la percibimos cuando se
convierte en algo disruptivo, en un estorbo en nuestro camino: el
conductor que nos cruza el auto en la esquina, el empleado que exige
otro trámite para completar una solicitud, la palabra mal
escrita: sapatilla,
uevo, todxs.
Mientras tanto, las cosas de las que más seguros solemos estar
terminan demostrando ser aquellas sobre las que más nos equivocamos.
Por ejemplo, el castellano:
Todos
los que nacimos y fuimos criados en el mundo hispanohablante tenemos,
rápido y pronto, certezas sobre cómo funciona el castellano porque
es la lengua que aprendimos intensamente durante nuestros primeros
años de vida. Y en algún punto no nos equivocamos. Incluso si nos
preguntasen qué es el castellano podríamos responder en un
parpadeo: “es nuestra lengua materna”. Pero esa respuesta no
estaría dando cuenta de la verdadera naturaleza del asunto, porque
en definitiva: ¿Qué demonios es la lengua?
Eso,
¿qué demonios es la lengua?
Tal
como el agua de los peces, la lengua es un poco todo. Mejor dicho, en
todo está la lengua, dado que, una vez que la adquirimos, nunca más
dejamos de usarla para pensar el mundo que nos rodea. Sin embargo, si
tenemos que elegir una entre muchas definiciones, diremos que la
lengua es un fenómeno social. Ocurre siempre con relación a un
‘otro’, a una comunidad con la que establecemos convenciones
respecto a qué significan las palabras y cómo significan esas
palabras. En este sentido, vale decir que nos pertenece a todos los
que la hablamos. Y, en el caso de la lengua castellana, a la Real
Academia Española (RAE).
¡Momento!
¿Por qué a la Real Academia Española? No parece muy lógico que la
segunda lengua más hablada del globo (después del chino y antes del
inglés) sea tan celosamente protegida por unos pocos señores
enfurruñados. Pero menos sentido tiene cuando uno piensa que estos
señores a veces se paran como caballeros templarios protegiendo algo
que nadie, absolutamente nadie, está atacando.
Ah,
¿cómo? ¿Nuestros jóvenes no son como los peces descuidados y
rebeldes? ¿No van por la vida con una promiscuidad lingüística
escandalosa, escribiendo ke, komo, xq o todes?
Sí, muchos sí. Los lectores se preguntarán cómo puede ser que
permitamos semejante atropello.
Resulta
que la lengua no es una foto, es una película en movimiento. Y la
Real Academia Española no dirige la película, sólo la filma. A eso
llamamos ‘gramática descriptiva’, que es el trabajo de delimitar
un objeto de estudio (en este caso lingüístico) y dar cuenta de
cómo ocurre más allá de las normas. Por eso, cuando un uso se
aleja de lo que indican los manuales de la escuela, si es llevado a
cabo por suficiente cantidad de personas y se hace lugar en
determinados espacios, la
RAE acaba incorporándolo al diccionario. Ese
es su trabajo descriptivo. Luego informa al público y ahí todos
horrorizados ponemos el grito en el cielo porque cómo van a admitir
‘la calor’ si es obvio, requete obvio, que el calor es masculino.
Es EL calor.
¿Esto
significa que podamos hacer lo que se nos antoja con la lengua? No.
Hay cambios que el sistema simplemente no tolera. Uno puede comprarse
todas las témperas del mundo y mezclarlas a su placer, pero no puede
imaginar un nuevo color. Algunas partes de la lengua funcionan de la
misma manera: por ejemplo, no es posible pensar el castellano
sin categoría de sujeto (ese que en la escuela había que
marcar separado del predicado y cuando no estaba se le ponía
‘tácito’ al costado de la oración). ¿Es culpa de la Real
Academia que no nos deja? No, esta vez la pobre no hizo nada, es el
sistema mismo del castellano el que no nos deja. Es simplemente
imposible.
Pero
entonces, si podemos usar la lengua como queramos e igual no se va a
romper, ¿por qué hace falta tomarse el trabajo de formular normas y
leyes? La gramática que no es descriptiva, la que se encarga de
definir qué está bien y qué está mal, se llama gramática
normativa y existe por una razón: las normas son necesarias
para poder analizar una lengua, sistematizarla y enseñarla mejor a
las siguientes generaciones.
Lo
importante en este punto es comprender que el castellano no puede ser
atacado, o que en todo caso sabe defenderse solo (se dobla y se
adapta como el junco, pequeño saltamontes) porque está en
permanente movimiento. Cada generación cree que la lengua de sus
padres es pura y prístina mientras que la de sus hijos es una
versión degenerada de aquella. Pero antes de hablar castellano
rioplatense hablábamos otra variante del castellano moderno. Y antes
de eso, hablábamos el castellano de Cervantes, y antes de eso las
lenguas romances que fermentaron con la disolución del Imperio
Romano, y antes de eso latín vulgar y antes del latín vulgar
pululaban las lenguas indoeuropeas y antes de eso vaya uno a saber
qué. Lo único que podemos saber a ciencia cierta es que la versión
más pura, prístina y primigenia de cualquier lengua son unos
gruñidos apenas articulados en el fondo de una caverna.
Sirva
como ejemplo la siguiente curiosidad: los españoles que llegaron a
América durante la Conquista todavía utilizaban el voseo en sus dos
vertientes: como forma reverencial y de confianza. Decían “Vuestra
Majestad” o decían, por ejemplo, “¿Desto vos mesmo quiero que
seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y
mentiroso?” (porque aguante citar el Quijote). Ese ‘vos’
arraigó en América, en parte a través de la literatura y en parte
porque los españoles lo usaban reverencialmente entre ellos como
modo de diferenciarse de los nativos. El tiempo pasó y hoy millones
de personas lo usamos sin ningún tipo de reverencia ni distinción
de clase, sin embargo, el voseo comenzó a desprestigiarse en el
siglo XVI en la mismísma España, donde el castellano se decantó
por el ‘tú’ sin que a nadie se espantara por eso. Lo cual
demuestra que la lengua está en permanente cambio, pero ocurre tan
lentamente que nos genera la sensación de permanecer detenida.
Indignarse por ello sería como si los pececitos de la historia de
Foster Wallace se indignasen porque el agua, que hasta recién ni
sabían que existía, los está mojando.
Ahora
bien, si llegado este punto los lectores de esta nota han aceptado
las nociones básicas sobre el funcionamiento de la mismísima lengua
que están leyendo, es momento de confesar que ha sido todo parte de
una estratagema introductoria. Es hora de cruzar al otro lado
del espejo y hablar de un tema un poco más controversial: el
lenguaje inclusivo.
Bienvenides
a la verdadera nota, estimades lecteres.
Las
formas del agua
Una
de las capacidades más poderosas de cualquier lengua es la capacidad
de nombrar. Poner nombres, categorizar, implica ordenar y dividir. Y
desde que nacemos (incluso antes), las personas somos divididas en
varones y mujeres. Nos nombran en femenino o masculino, se refieren a
nosotres utilizando todos los adjetivos en un determinado género.
Muchísimo antes de que nuestro cuerpo tenga cualquier tipo de
posibilidad de asumir un rol reproductivo, aprendemos que es
diferente ser varón o mujer, y nos identificamos con los unos o las
otras. Los nenes no lloran, las nenas no juegan a lo bestia
ensuciándose todas. Para cuando podemos responder ‘qué queremos
ser cuando seamos grandes’, nuestras preferencias, auto
proyecciones y deseos ya tienen una enorme carga de los esquemas
simbólicos que nos rodean.
A
esa inmensa construcción social, que se erige sobre la manera en que
la sociedad da importancia a ciertos rasgos biológicos (en este caso
relacionados con los órganos sexuales y reproductivos), es a lo que
refiere el concepto de ‘género’. Lo que los estudios sobre el
tema han teorizado y documentado es que la división de géneros no
es una división neutral, sin jerarquías: por el contrario, las
diferentes características y los diferentes mandatos que se
atribuyen a una persona según su género devienen, a su vez, en
desigualdades que giran, spoiler
alert,
en torno a una predominancia
de los individuos masculinos.
Haber
identificado que esas desigualdades tienen su correlato en el modo en
el que hablamos es lo que motivó, unas cuantas décadas atrás, que
se plantee desde el feminismo y desde algunos ámbitos académicos y
oficiales la importancia de revisar el uso del lenguaje sexista. ¿Qué
es el lenguaje sexista? Es nombrar ciertos roles y trabajos sólo en
masculino; referirse a la persona genérica como ‘el hombre’ o
identificar lo ‘masculino’ con la humanidad; usar las formas
masculinas para referirse a ellos pero también para referirse a
todes, dejando las formas femeninas sólo para ellas; nombrar a las
mujeres (cuando se las nombra) siempre en segundo lugar.
Las
indeseables consecuencias de esta desigualdad lingüística se
traducen en lo que el sociólogo Pierre Bourdieu define como
‘violencia simbólica’, y esto nos sirve para comprender uno de
los mecanismos que perpetúan la relación de dominación masculina.
La
violencia simbólica tiene que ver con que nos pensemos a nosotres
mismes, al mundo y nuestra relación con él, con categorías de
pensamiento que, de algún modo, nos son impuestas, y que coinciden
con las categorías desde las que le dominader define y enuncia la
realidad. Se produce a través de los caminos simbólicos de la
comunicación y del conocimiento, y consigue que la dominación sea
naturalizada. Su poder reside precisamente en que es ‘invisible’.
De nuevo, como el agua, se vuelve parte de la realidad y ni nos damos
cuenta que está ahí.
Pero
la violencia simbólica de la que habla Bourdieu no constituye, como
a veces se malinterpreta, una dimensión opuesta a la violencia
física, ‘real’ y efectiva. Es, en realidad, un componente
fundamental para la reproducción de un sistema de dominio donde les
dominades no disponen de otro instrumento de conocimiento que aquel
que comparten con les dominaderes, tanto para percibir la dominación
como para imaginarse a sí mismes. O, mejor dicho, para imaginar la
relación que tienen con les dominaderes.
Revertir
esto requiere algo así como una ‘subversión simbólica’, que
invierta las categorías de percepción y de apreciación de modo tal
que les dominades, en lugar de seguir empleando las categorías de
les dominaderes, propongan nuevas categorías de percepción y de
apreciación para nombrar y clasificar la realidad. Es decir,
proponer una nueva representación de la realidad en la cual existir.
Existir
a través del lenguaje
Pero
la sociología no está sola en esto: desde el palo de la
lingüística, en los años ‘50 vio la luz una teoría que proponía
que la lengua ‘determinaba’ nuestra manera de entender y
construir el mundo o, por lo menor, modelaba nuestros pensamientos y
acciones. Era la famosa teoría Sapir-Whorf.
Durante
mucho tiempo, la idea de que la lengua que hablamos podía moldear el
pensamiento fue considerada en el mejor de los casos incomprobable y,
con más frecuencia, sencillamente incorrecta. Pero lo cierto es que
la discusión se mantenía principalmente en el plano de la reflexión
abstracta y teórica. Con la llegada de nuestro siglo resurgieron las
investigaciones acerca de la relatividad lingüística y, de la mano,
comenzamos a disponer de evidencias acerca de los efectos de la
lengua en el pensamiento.Diferentes investigaciones recolectaron
datos alrededor del mundo y encontraron que las personas que hablan
diferentes lenguas también piensan de diferente manera, y que
incluso las cuestiones gramaticales pueden afectar profundamente cómo
vemos el mundo.
Todo
muy lindo. ¿Y la evidencia?
Para
empezar, Daniel Cassasanto y su equipo encontraron evidencia,
como resultado de 3 experimentos, de que las metáforas espaciales
(las del tipo ‘la espera se hizo muy larga’)
en nuestra lengua nativa pueden influenciar profundamente el modo en
que representamos mentalmente el tiempo. Y que la lengua puede
moldear incluso procesos mentales ‘primitivos’ como la estimación
de duraciones breves.
Y
no fueron les úniques, otros equipos,
como este, este, este, este y este,
encontraron que la lengua con la que hablamos tiene mucho que ver con
la forma en que pensamos en el espacio, el tiempo y el movimiento.
Por otro lado, un estudio de
Jonathan Winawer y su equipo aporta que las diferencias lingüísticas
también provocan diferencias al momento de distinguir colores: es
más fácil para une hablante distinguir un color (de otro) cuando
existe una palabra en su idioma para nombrar ese color que cuando no
existe esa palabra. Quien quiera celeste, que lo pronuncie.
Pero
¿no estábamos hablando de género? Sí, sí, a eso vamos:
Se
supone que el género de una palabra (masculino/femenino) no siempre
diferencia sexo. Lo hace en algunos sustantivos
como señor y señora, perro y
perra, carpintero y carpintera, que remiten
siempre a seres animados y sexuados. Pero, en general, el género en
la mayoría de las palabras no es algo que se agrega al
significado, es inherente a la palabra misma y sirve para
diferenciar otras cosas: diferencia tamaño
en cuchillo y cuchilla, diferencia la
planta del fruto en manzano y manzana,
diferencia al individual del plural en leño y leña.
En ese caso, se las considera palabras diferentes y no variaciones de
una misma palabra. Otras veces, ni siquiera sirve para diferenciar
nada porque muchas palabras tienen su forma en femenino y no existen
en masculino, y viceversa. En esos casos, el género sólo sirve para
saber cómo usar las otras palabras que rodean y complementan a esa
palabra. Por ejemplo ‘teléfono’ existe sólo en masculino. No es
posible decir ‘teléfona’, y sin embargo necesitamos ese
masculino para saber decir que el teléfono es ‘rojo’ y no
‘roja’.
O
sea que el género funciona de muchas formas en castellano y no
solamente como un binomio para decidir si las cosas son de nene o de
nena. Pero lo que vuelve verdaderamente interesante el asunto, por
muy gramátiques que queramos ponernos en el análisis, es que el
género del castellano tiene siempre una carga sexuada, aunque remita
a simples objetos. ¡No puede ser! ¿Puede ser?
Sí, puede ser
Webb
Phillips y Lera Boroditsky se preguntaban si
la existencia de género gramatical para los objetos, presente en
idiomas como el nuestro pero no en el inglés, tenía algún efecto
en la percepción de esos objetos, como si realmente tuviesen un
género sexuado. Para resolverlo, diseñaron algunos experimentos con
hablantes de castellano y alemán, dos lenguas que atribuyen género
gramatical a los objetos, pero no siempre el mismo (o sea que el
nombre de algunos objetos que son femeninos en un idioma, son
masculinos en el otro). Los resultados de 5 experimentos distintos
mostraron que las diferencias gramaticales pueden producir
diferencias en el pensamiento.
En
uno de esos experimentos buscaron poner a prueba en qué medida el
hecho de que el nombre de un objeto tuviese género femenino o
masculino llevaba a les hablantes a pensar en el objeto mismo como
más ‘femenino’ o ‘masculino’. Para ello les pidieron a les
participantes que calificaran la similitud de ciertos objetos y
animales con humanes varones y mujeres. Se eligieron siempre objetos
y animales que tuvieran géneros opuestos en ambos idiomas y las
pruebas fueron realizadas en inglés (un idioma con género neutro
para designar objetos y animales) a fin de no sesgar el resultado.
Les participantesencontraron más similitudes entre personas y
objetos/animales del mismo género que entre personas y
objetos/animales de género distinto en su idioma nativo.
En
otro estudio de
Lera Boroditsky se hizo una lista de 24 sustantivos con género
inverso en castellano y alemán, que en cada idioma eran la mitad
femeninos y la mitad masculinos. Se les mostraron los sustantivos,
escritos en inglés, a hablantes natives de castellano y alemán, y
se les preguntó sobre los primeros tres adjetivos que se les venían
a la mente. Las descripciones resultaron estar bastante vinculadas
con ideas asociadas al género. Por ejemplo, la palabra llave es
masculina en alemán. Les hablantes de ese idioma describieron en
promedio las llaves como duras, pesadas, metalizadas, útiles. En
cambio, les hablantes de castellano las describieron como doradas,
pequeñas, adorables, brillantes y diminutas. A la inversa, la
palabra puente es femenina en alemán y les hablantes de ese idioma
describieron los puentes como hermosos, elegantes, frágiles,
bonitos, tranquilos, esbeltos. Les hablantes de castellano dijeron
que eran grandes, peligrosos, fuertes, resistentes, imponentes y
largos.
También
los resultados de
María Sera y su equipo encontraron que el género gramatical de los
objetos inanimados afecta las propiedades que les hablantes asocian
con esos objetos. Experimentaron con hablantes de castellano y
francés, dos lenguas que, aunque usualmente coinciden en el género
asignado a los sustantivos, en algunos casos no lo hacen. Por
ejemplo, en las palabras tenedor, auto, cama, nube o mariposa. Se les
mostró a les participantes imágenes de estos objetos y se les pidió
que escogieran la voz apropiada para que cobrara vida en una
película, dándoles a elegir voces masculinas y femeninas para cada
uno. Los experimentos mostraban que la voz elegida coincidía con el
género gramatical de la palabra con la que se designa a ese objeto
en el idioma hablado por le participante.
Como
si todo esto fuera poco, Edward Segel y Lera Boroditsky
también señalan que
puede verificarse la influencia del género gramatical en la
representación de ideas abstractas analizando ejemplos de
personificación en el arte, en la que se da forma humana a entidades
abstractas como la Muerte, la Victoria, el Pecado o el Tiempo.
Analizando cientos de obras de arte de Italia, Francia, Alemania y
España, encontraron que en casi el 80% de esas personificaciones, la
elección de una figura masculina o femenina puede predecirse por el
género gramatical de la palabra en la lengua nativa de le artista.
Blancanieves
y los sietes mineros estereotípicamente masculinos
Hasta
acá todo bien: hay una relación entre pensamiento y lengua, hay una
vinculación entre género y sexo en la mente de les hablantes y hay
evidencia al respecto. Pero puntualmente, ¿puede la lengua tener un
efecto sobre la reproducción de estereotipos sexistas y relaciones
de género androcéntricas (es decir, centradas en lo masculino)?
Bueno,
sí. Por ejemplo, Danielle Gaucher y
Justin Friesen se preguntaron si la lengua cumple algún rol en la
perpetuación de estereotipos que reproducen la división sexual del
trabajo. Para responderse, analizaron el efecto del vocabulario
‘generizado’ empleado en materiales de reclutamiento laboral.
Encontraron que los avisos utilizaban una fraseología masculina
(incluyendo palabras asociadas con estereotipos masculinos, tales
como líder, competitivo y dominante) en mayor medida cuando referían
a ocupaciones tradicionalmente dominadas por hombres antes que en
áreas dominadas por mujeres. A la vez, el vocabulario asociado al
estereotipo de lo ‘femenino’ (como apoyo y comprensión) surgía
en medidas similares de la redacción tanto de anuncios para
ocupaciones dominadas por mujeres como para las dominadas por
varones.
Por
otro lado encontraron que, cuando los anuncios incluían más
términos masculinos que femeninos, les participantes tendían a
percibir más hombres dentro de esas ocupaciones que si se usaba un
vocabulario menos sesgado, independientemente del género de le
participante o de si esa ocupación era tradicionalmente dominada por
varones o por mujeres. Además, cuando esto ocurría, las mujeres
encontraban esos trabajos menos atractivos y se interesaban menos en
postularse para ellos.
El
equipo de Dies Verveken realizó
tres experimentos con 809 estudiantes de escuela primaria (de entre 6
y 12 años) en entornos de habla de alemán y holandés. Indagaban si
las percepciones de les niñes, sobre trabajos estereotípicamente
masculinos, pueden verse influidas por la forma lingüística
utilizada para nombrar la ocupación. En algunas aulas presentaban
las profesiones en forma de pareja (es decir, con nombre femenino y
masculino: ingenieros/ingenieras, biólogos/biólogas,
abogados/abogadas, etc.), en otras en forma genérica masculina
(ingenieros, biólogos, abogados, etc.). Las ocupaciones presentadas
eran en algunos casos estereotipadamente ‘masculinas’ o
‘femeninas’ y en otros casos neutrales. Los resultados sugirieron
que las ocupaciones presentadas en forma de pareja (es decir, con
título femenino y masculino) incrementaban el acceso mental a la
imagen de mujeres trabajadoras en esas profesiones y fortalecían el
interés de las niñas en ocupaciones estereotipadamente masculinas.
Estos
son sólo algunos de los muchos estudios realizados. Si algune se
quedara con ganas de más, otros estudios
(como este, este, este o este)
añaden evidencia sobre cómo les niñes interpretan como excluyentes
los títulos de oficios o profesiones marcados por género y cómo,
en general, el uso de un pronombre masculino para referirse a todes
favorece la evocación de imágenes mentales desproporcionadamente
masculinas. O incluso, cómo esos genéricos no tan genéricos pueden
tener efectos sobre el interés y las preferencias por ciertas
profesiones y puestos de trabajo entre las personas del grupo que ‘no
es nombrado’, llevando a que puedan autoexcluirse de entornos
profesionales importantes.
¿Y
entonces qué hacemos?
Es
en esta línea que puede comprenderse mejor la relevancia de los
esfuerzos del feminismo por introducir usos más inclusivos de la
lengua. Muchos se han ensayado, empezando por la barrita para hablar
de los/as afectados/as, los/as profesores/as, los/as lectores/as.
Pero esta solución tiene algunos problemas. Primero, la lectura
se tropieza con
esas barritas que saltan a los ojos como alfileres. Por otro lado,
supone que la multiplicidad de géneros del ser humano puede
reducirse a un sistema binario: o sos varón, o sos mujer.
Otras
soluciones fueron incluir la x (todxs) o la arroba (tod@s) en lugar
de la vocal que demarca género, pero la arroba era demasiado
disruptiva ya que no pertenece al abecedario y además rompe el
renglón de una manera distinta al resto de los signos. La x, por
otro lado, sigue utilizándose, pero al igual que la arroba, plantea
un problema fonético importante ya que nadie sabe muy bien cómo
debe pronunciarla. Hay quienes (por ejemplo, la escritora Gabriela
Cabezón Cámara) ven en ello una ventaja: lo disruptivo, lo que
incomoda, es justamente lo que atrae las miradas sobre el problema de
género que ese uso de la lengua busca denunciar, es la huella de una
pelea, la marca de una puesta en cuestión.
Hasta
ahora, la propuesta que parece tener mejor proyección a futuro para
ser incorporada sin pelearse demasiado con el sistema lingüístico
es el uso de la e como
vocal para señalar género neutro. Como el objetivo es dejar de
referirnos a todes con palabras que sólo nombran a algunes, no
necesitamos usarla para referirnos a absolutamente todo, es decir: no
vamos a empezar a sentarnos en silles ni a tomarnos le colective cada
mañane. Pero si estamos hablando de personas (u otres seres animades
a les que les percibimos una identidad de género), nos habilita una
posibilidad para hablar de manera verdaderamente inclusiva. De todos
modos, esta tampoco es una solución libre
de problemas: implica entre otras cosas la creación de un pronombre
neutro (‘elle’) y de un determinante (‘une’). Pero
excepciones más raras se han hecho y aquí estamos todavía,
comiendo almóndigas entre los murciégalos.
Algunas
voces que patalean indignadas contra estas iniciativas señalan que
esas propuestas ‘destruyen el lenguaje’. Y no falta la apelación
a la autoridad: es incorrecto porque lo dice la Real Academia
Española. Pero, como le lecter ya sabe, lo que diga la Real Academia
Española sobre este tema nos tiene sin cuidado. Con todo respeto.
Muy lindo el diccionario.
Otra
de las fuertísimas resistencias a este tipo de propuestas es la de
quienes sencillamente niegan que exista algún tipo de relación
entre la lengua y los mayores o menores niveles de equidad de género.
Aunque recién comentamos evidencias empíricas que sugieren que esa
relación sí existe, se suele hacer referencia a la cuestión,
también empírica, de que en aquellas regiones en las que se hablan
lenguas menos sexuadas, por ejemplo con un genérico verdaderamente
neutral, a menudo se verifica mayor inequidad de género que en otros
países.
Un
aporte interesante en esa línea es el trabajo de
Mo’ámmer Al-Muhayir,
que compara el árabe clásico, islandés y japonés, y muestra que
el sexismo de la lengua no parece correlacionar con la inequidad de
género. El árabe clásico utiliza el género femenino para los
sustantivos en plural, sin importar el género de ese mismo
sustantivo en singular. Y sin embargo, se trata de una de las lenguas
más conservadoras del planeta, y en más de una de las sociedades en
las que se habla (como Arabia Saudí o Marruecos), difícilmente
podamos decir que hay igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
El islandés, por otra parte, es uno de los idiomas que menos cambios
han sufrido a lo largo de los siglos, manteniéndose casi intacto
debido a políticas de lenguaje sumamente conservadoras (no adquieren
términos extranjeros sin antes traducirlos de alguna manera con
raíces de palabras islandesas), y corresponde a una de las
sociedades más avanzadas en cuanto al lugar que ocupa la mujer. Y el
japonés directamente no tiene género gramatical, pero esta
maravilla de la gramática inclusiva tiene lugar en el seno de una de
las sociedades más estereotípicamente machistas que
conocemos.
Sin
embargo, la investigación empírica aporta indicios de que los
sustantivos ‘neutrales’ y los pronombres de lenguas sin división
gramatical genérica pueden tener de todas formas un sesgo masculino
encubierto. Así, aunque eviten el problema de una terminología
masculina genérica, incluso
los términos neutrales pueden transmitir un sesgo masculino.
Esto supone, además, la desventaja de que ese sesgo no podría ser
contrarrestado añadiendo deliberadamente pronombres femeninos o
terminaciones femeninas, porque en esas lenguas esa forma simplemente
no existe. Se dificultan entonces las iniciativas de ‘subversión
simbólica’ de las que habla Bourdieu. Eso concluye, por ejemplo,
el trabajo de Mila Engelberg a
partir del análisis del finlandés, una lengua que incluye términos
aparentemente neutros en cuanto al género pero que, en los hechos,
connotan un sesgo masculino. Y al no poseer género gramatical, no
existe la posibilidad de emplear pronombres o sustantivos femeninos
para enfatizar la presencia de mujeres. La autora señala que esto
podría implicar que el
androcentrismo en lenguas sin género puede incluso aumentar la
invisibilidad léxica, semántica y conceptual de las mujeres. Algo
muy similar encuentra Friederike Braun en
su estudio con la lengua turca, cuya falta de género gramatical no
evita que les hablantes de turco comuniquen mensajes con sesgos de
género.
Un
hit argentino
Por
muchas guías que se hayan publicado para el uso no sexista del
lenguaje, al menos cuando se trata de la lengua castellana, la
cuestión no está en absoluto resuelta. Desde lingüistas hasta
ciudadanes de a pie, las resistencias son diversas. Que si duele en
los ojos, si entorpece el habla, si es ‘correcto’, si conduce a
abandonar la lectura del texto y el infaltable ‘es irrelevante’.
Que la verdadera lucha debería centrarse en transformar ‘el mundo
real’. Que la lengua sólo refleja relaciones que son
‘extralingüísticas’. Que modificar la lengua ‘por la fuerza’
sólo es una cuestión de ‘corrección política’ que desvía la
atención del problema central y hasta lo enmascara. Pero les
lecteres que hayan llegado a este punto habrán atravesado media nota
escrita de forma tradicional y media nota escrita con lenguaje
inclusivo, de modo que además de toda la evidencia expuesta sobre la
relación entre lengua y pensamiento, podrán evaluar también cuán
traumática ha sido (o no) la experiencia, y preguntarse dónde ancla
verdaderamente el origen de esa resistencia, de esa desesperación
por preservar intacta la lengua.
Mientras
tanto, la disputa por el lenguaje continúa. Y de todas las formas
que puede tomar este problema, acaso la más emblemática sea el uso
de falsos genéricos, es decir, términos exclusivamente masculinos o
femeninos, utilizados genéricamente para representar tanto a hombres
como a mujeres, como cuando decimos ‘los científicos’:
técnicamente podríamos estar refiriéndonos a científiques
(varones, mujeres, etc.), aunque también diríamos ‘los
científicos’ si quisiéramos referirnos sólo a los que son
varones. En cambio, sólo usaríamos ‘las científicas’ para
hablar de las que son mujeres.
Marlis
Hellinger y Hadumod Bußmann explican que
la mayoría de los falsos genéricos son masculinos y que los únicos
idiomas conocidos en los que el genérico es femenino están en
algunas lenguas iroquesas (Seneca y Oneida), así como algunas
lenguas aborígenes australianas. En castellano, incluso
los sustantivos
comunes en cuanto al género,
como ‘artista’ o ‘turista’, que se mantienen invariables sin
importar si se refieren a un varón o una mujer, acaban señalando el
género de lo que nombran a partir de las otras palabras que los
complementan (adjetivos, artículos, etc.). Entonces, de nuevo, para
referirnos a grupos mixtos, recurrimos al género que los nombra sólo
a ellos. Tal vez los únicos genéricos genuinos que tenemos sean los
llamados sustantivos
epicenos como,
por ejemplo, ‘persona’ o ‘individuo’, que no sólo van a
mantenerse invariables (no hay ni persono ni individua) sino que ni
siquiera tienen la posibilidad de marcar el género en el adjetivo
(porque aunque una persona sea varón, nunca será ‘persona
cuidadoso’, ni la mujer será ‘individuo cuidadosa’).
Pero
un poco como lo que comentábamos arriba, un genérico con sesgo
machista puede suponer un problema incluso más difícil de
visibilizar y ‘subvertir’. Un hit argentino en
este sentido es el debate por la palabra presidente:
Una nota de
Patricia Kolesnikov recupera
un breve diálogo en una mesa, en la cual un señor explicaba por qué
está mal decir presidenta.
Las razones gramaticales del señor eran inapelables: “Presidente
es como cantante. Aunque parece un sustantivo es otro tipo de
palabra, un participio presente, o lo que quedó de los participios
presentes del latín. Una palabra que señala a quien hace la acción:
quien preside, quien canta. Justamente, no tiene género. ¿Vas a
decir la cantanta?” Kolesnikov cuenta que hubo un momento de duda
en la mesa, hasta que la escritora Claudia Piñeiro, con sabiduría
de pez que conoce el agua, respondió: “¿Y sirvienta tampoco
decís? ¿O presidenta no pero sirvienta sí?”
Anécdotas
como esta nos recuerdan que la lengua es maleable y que apoyar o
rechazar un uso disruptivo, que tiene por objeto reclamar derechos
larga e injustamente negados, es una decisión política, no
lingüística. Que si se busca un mundo más igualitario, la lengua
no es una clave mágica para conseguirlo, pero tampoco se lo puede
negar como espacio de disputa. Y que mientras las estadísticas de
femicidios crecen y el sueldo promedio de las
trabajadoras permanece por
debajo del de ellos, conviene no indignarse si alguien mancilla un
poquitito las blancas paredes del lenguaje.
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