Las explícitas referencias a los alquimistas
medievales y sus continuadores posicionan a Frankenstein,
o el moderno Prometeo en la senda de estos relatos. Mary Shelley indaga en su novela el secreto alquímico por
excelencia: la creación de vida142. En su búsqueda, Victor Frankenstein apela a la confluencia de una
serie de saberes y discursos. Por un lado, descubre las obras del cabalista
alemán Cornelius Agrippa de Nettesheim, el precursor de la química y místico
suizo Theophrasto von Hohenheim Paracelso y el teólogo dominico Alberto Magno.
Por otro lado, acude al estudio de las ciencias modernas en la Universidad de
Ingolstadt, la cuna de la secta de los Illuminati143. La imbricación de los estudios de los sabios medievales y la
racionalidad moderna le permite descifrar los enigmas de la vida y convertir al
hombre en su propio creador144.
Entre las discusiones suscitadas por Frankenstein, se destaca aquella
relacionada con la pertinencia o no de su ubicación en el linaje del mito
prometeico. Si la novela se inscribe en esa tradición desde su subtítulo, no lo
hace a partir de la versión de Hesíodo (el titán filantrópico que le roba el
fuego a Zeus para entregarlo a los hombres), sino de la versión de Ovidio (el
titán que modela al hombre con arcilla). Al mismo tiempo, debe tenerse en
cuenta que, en la estela del Romanticismo, el mito prometeico es también el
mito del artista. Victor Frankenstein se concibe así como un científico artista
que pretende liberar al ser humano de las ataduras de los dogmas y sus
restricciones morales. Sin embargo, la novela se articula como una fábula moral
que denuncia los peligros de la búsqueda irrestricta del saber y las
consecuencias de la ambición suprahumana. En esta contradicción entre la figura
del benefactor de la humanidad y la denuncia de los riesgos de sus
investigaciones se origina la discusión acerca de la pertenencia de Frankenstein al conjunto de las
reelaboraciones del mito prometeico.
Para Roman Gubern (1979), el texto literario
desafía las lecturas político-religiosas del mito del rebelde. Esto se debe a
que, a diferencia de lo que ocurre en las historias de Adán, Satanás y
Prometeo, la relación inicial entre la autoridad y el subordinado nunca es
armónica; la criatura no se orienta a una búsqueda del poder, sino a su
subsistencia; la hostilidad se inicia en la acción del creador; hay poderosos sentimientos
de culpabilidad en el monstruo; la alianza de la autoridad con el derrotado es
imposible porque el creador viola su palabra haciendo inviable el acuerdo.
Estos múltiples alejamientos de la variante político-religiosa del mito del
rebelde conducen a Gubern a adscribir a Frankenstein
a una variante familiar de éste, vinculada con la relación filio-paternal. En
este sentido, del mito prometeico sólo quedaría la capacidad de crear vida;
aunque en lugar de encarnar la figura del benefactor, Victor sólo otorga
oscuridad y destrucción. La novela se orienta así a la indagación del nexo
entre un creador y su criatura como una formalización vicaria del nexo entre un padre y su hijo. Las
secuelas de este desplazamiento son notables, dado que el protagonista del mito
del rebelde no sería entonces el científico artista que desafía los límites
estrechos del dogma religioso, sino su criatura, que cuestiona los poderes
demiúrgicos de su creador. El monstruo se establece así como una figura de la
rebelión, de la capacidad de la revuelta145.
El examen de la rebelión propuesto en la novela es
mediado por la lectura del Ensayo sobre
el entendimiento humano (1690) de
John Locke, realizada por Mary y Percy Shelley en 1815 o 1816. De acuerdo con Jean-Jacques Lecercle (2001), en Frankenstein la reflexión sobre la
infancia y sus procesos de socialización se articula como una ilustración
narrativa de las ideas lockianas. Así, la hominización de la criatura se narra
en los términos de la tabula rasa. En
su recorrido se condensan todos los inicios: el descubrimiento de los elementos y las herramientas, la
adquisición del lenguaje, de las normas sociales y del gusto. En concordancia
con el método experimental, el monstruo recibe primero la sensación y luego
accede a la reflexión. Constituye, de este modo, una variante del proceso
atravesado por el niño en su descubrimiento del mundo social146. Al
mismo tiempo, la teoría de la tabula rasa
del empirismo inglés confluye con las teorías rousseaunianas del buen salvaje.
La maldad de la criatura, lejos de ser inherente, es aprehendida en el
intercambio con el exterior, en la
interacción con la comunidad que lo expulsa de su seno. La voluntad
aniquiladora de ese marco social sólo surge como respuesta a la exclusión inicial
de la que es víctima.
La complejidad del texto literario se debe a su
ambigua posición en relación con esta figura monstruosa. En el juego de relatos
encastrados que conforma su estructura, a la criatura sólo se le asigna de
manera restringida el punto de vista. Y éste queda encorsetado en los relatos
marco de Victor Frankenstein y Robert Walton. Así, su carácter monstruoso es
mayoritariamente percibido desde el punto de vista de la racionalidad europea
que teme sus efectos perniciosos. Mary Shelley narra doblemente la gestación
del monstruo: en primer lugar, se asiste a su formación por parte del
científico; en segundo lugar, se describen los episodios que asimilan esa
anomalía física a la moral147. El carácter monstruoso de la criatura se define en contraposición con
la normalidad establecida por la cultura europea. El capitán del barco que
rescata a Victor Frankenstein señala, al ver por primera vez la silueta lejana
del médico, que “Al contrario que el viajero divisado la noche anterior, no era
un ser salvaje, habitante de una isla inexplorada todavía, sino un europeo”
(Shelley, 1986: 138). Su apariencia (piel amarilla, dientes blancos, ojos
vidriosos, labios negruzcos) despierta la aversión inmediata. La contradicción
de la novela se acentúa al puntualizar, por un lado, que su crueldad no es
inherente, sino adquirida a causa de los rechazos padecidos; y señalar, por
otro lado, que “sus rasgos traslucían la maldad y la perfidia” (Ibid.: 133). En esa tensión irresuelta
se cifra la riqueza del relato y se encuentra la clave para pensar su
productividad.
Aunque el origen de Frankenstein es literario, su conversión en mito es
cinematográfica. Si bien a lo largo del siglo XIX la historia del científico y
su criatura había tenido una repercusión notable, sólo adquirió estatuto mítico
a partir del estreno en 1931 de Frankenstein
(Frankenstein, James Whale) y su
secuela, La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, Whale, 1935).
En tanto el primer film traspone una versión teatral de la novela, Frankenstein:
An Adventure in the Macabre, de Peggy Webling148 (1927), el segundo retoma el texto de
Shelley. En los dos casos se trata de relatos enmarcados preocupados por
subrayar su voluntad didáctica y moralizante. La transgresión operada por
Victor Frankenstein en su intento de apropiación de los poderes divinos recibe
un castigo ejemplificador. En el inicio de La
novia de Frankenstein se muestra a los asistentes a las veladas de Villa
Diodati escuchando el relato de Mary Shelley. Allí, la autora puntualiza que “Mi
propósito fue escribir una lección moral sobre el castigo que sufrió un mortal
que se atrevió a emular a Dios”.
Entre las múltiples modificaciones introducidas en
el film de 1931, la bondad natural de la criatura se encuentra disminuida, dado
que el doctor Frankenstein le trasplanta, accidentalmente, el cerebro de un criminal.
A pesar de esto, su conducta no es criminal antes de ser expulsado de la
comunidad humana. A partir de allí, una vez que su furia es puesta en marcha,
devuelve a la sociedad la imagen que ésta ha proyectado sobre él. En la
secuela, se recupera la estrategia de asignarle, de manera acotada, el punto de
vista a la criatura. Sin embargo, su relato no tiene la elocuencia retórica que
posee en la novela, sino que presenta un hablar precario centrado inicialmente
en una escasa serie de palabras pertenecientes al campo discursivo del
cristianismo (pan, vino).
La tosquedad discursiva funciona como un
complemento adecuado para la tosquedad de su apariencia. Ésta, debida al
trabajo del maquillador Jack Pierce, retoma un célebre grabado de la serie de
los Caprichos de Francisco de Goya.
Como señala Alberto Manguel (2005), en las dimensiones desmesuradas de la
criatura se formaliza el producto exagerado de los poderes creadores del
hombre. Sus proporciones siniestras emergen como el fruto de una imaginación
desbordada. El interés del texto fílmico reside, precisamente, en la tensión
que establece entre esta monstruosidad (moral y estética) y su definición como
el mero producto de la monstruosa búsqueda del conocimiento científico. Su
ubicación ambigua como víctima y victimario, causa y consecuencia de la
violencia, se acentúa en la apelación a una imagen crística en el desenlace
para dar cuenta del linchamiento por parte de la muchedumbre.
En torno a la historia del autómata y su creador se
desplegó una proliferación abrumadora de reescrituras. Entre las versiones
epigonales de los años cuarenta, las parodias de esa misma década, las
trasposiciones producidas en Inglaterra en los años sesenta y las del cine de
terror italiano se cuentan innumerables variaciones. Cada una de ellas acudió a
claves de
interpretación diversas a partir
de la matriz establecida por el texto de Mary Shelley. En 1990, Tim Burton
dirigió una de las versiones más heterodoxas, por sus múltiples alejamientos de
la historia y porque sólo de manera oblicua se la puede considerar
perteneciente a este linaje. Se trata de El
joven manos de tijera (Edward
Scissorhands), un abordaje audaz del vínculo creador-criatura y de los
intentos denodados de ésta por incluirse en el tejido social. Alejados de la
historia de Shelley, Timothy y Stephen Quay realizaron en El afinador de terremotos (The
Piano Tuner of EarthQuakes, 2005) una profunda indagación de los vínculos
entre la creación artística, la investigación científica y la gestación de vida
artificial.
142 Entre
los vastos relatos y leyendas sobre la creación de vida sobresale la influencia
de la historia del Golem. Suele atribuirse la creación del auténtico Golem a
Judah Loew
(1512-1609), rabino en Praga durante el reinado de Rudolf II de
Hasburgo, cuando Praga era la capital del reino de Bohemia. Román Gubern (1979)
precisa dos discrepancias significativas entre Frankenstein y el Golem. La
primera es que Victor Frankenstein elabora su criatura a partir de partes
orgánicas de otros cuerpos, en tanto el Golem es creado con arcilla. La segunda
es que el doctor Frankenstein recurre a la ciencia para llevar adelante su
invención, mientras que el rabino recurre a la religión y a conocimientos
herméticos.
143 Esta hibridación de los estudios medievales y el conocimiento
científico moderno se encuentra en la base de distintas relecturas del mito
frankensteiniano que adaptaron la matriz narrativa a los diversos grados de
desarrollo alcanzado por la ciencia y la tecnología. Un caso notable lo
constituye La piel que habito (Pedro
Almodóvar, 2011), en la que los saberes herméticos se combinan con los
complejos procedimientos de la transgénesis.
144 En este sentido, debe tenerse en cuenta que su acción debe
concebirse no sólo como un desafío lanzado a la divinidad, sino como una
impugnación a la atribución de la creación a las mujeres. Al respecto, Gayatri
Chakravorty Spivak sostiene, en “Three Women’s Texts and a Critique of
Imperialism”, que la novela de Shelley problematiza la representación de la
mujer como “maker of children” (1985: 249).
145 Por este motivo, si bien resulta difícil concebir a la novela como
una versión del mito del rebelde en su variante política, su historia sí fue
leída en clave política en múltiples oportunidades. Jean-Jacques Lecercle (2001)
la interpreta como una reflexión sobre la fascinación inicial de la
intelectualidad liberal inglesa por el fenómeno de la Revolución Francesa y su
posterior rechazo y condena. En esta lectura, la criatura queda configurada
como un monstruo político nacido del arrobamiento y la repulsión provocados por
las masas después de la gesta revolucionaria y la implantación del terror. De
un modo semejante, Franco Moretti propone, en Signs Taken for Wonders (1983), la posibilidad de concebir a la
criatura como una cifra de la clase obrera en expansión, despojada de nombre e
individualidad. En este sentido, debe tenerse en cuenta que su escritura se
produjo en pleno auge de la Revolución Industrial, aunque su autora decidió
ubicar la acción en un momento indeterminado del siglo XVIII.
146 En este proceso, la lectura cumple un rol destacado. Oye a Felix, el
hijo del ciego, comentar Ruins, or
Meditantions on the Revolution of Empires de Volney; estudia con pasión Werther , la historia del héroe
romántico de Goethe, y El Paraíso perdido
de Milton, el emblema de lo sublime. Como señala Alberto Manguel (2005), el
despertar de Adán en el Paraíso es recuperado en el relato del monstruo sobre
su propio despertar. La criatura se compara con los personajes de la obra de
Milton y precisa que en ciertas ocasiones se siente como Adán y en otras como
Satán.
147 En algunos de sus cuentos, como “La transformación” (“The
Transformation”, 1851) e “Historia de pasiones” (“A Tale of the Passions, 1828),
se asiste a una equiparación semejante de los valores éticos y estéticos.
148 Antes
de esta versión, se habían realizado dos trasposiciones fílmicas: Frankenstein (J.
Searle
Dawley, 1910) y Life Without Soul
(Joseph W. Smiley, 1915).
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