Vampiros, Mariano Veliz


En coincidencia con el apogeo de la Ilustración, el siglo XVIII asistió a la emergencia del fenómeno del vampirismo. Si bien los vampiros ya estaban presentes en los Cuentos de Las mil y una noches95, sólo en el siglo XVIII se formalizó, tanto en la producción científica como en la poética, una reflexión particular al respecto. En gran medida, esto se debió a la

publicación de Vampiros de Hungría y alrededores (Dissertation sur les apparitions des demons et des esprits et sur las revenants et vampires de Hongrie, de Bohemie, de Moravie
et de Silesie, 1746) del abad benedictino Dom Agustín Calmet. En este análisis pionero se señalan los rasgos que, desde entonces, se atribuyen a los vampiros de manera consuetudinaria96.

Ya a inicios del siglo XIX, Collin de Plancy plantea la definición clásica del vampiro. Allí señala que

Se da el nombre de upiers, upires o vampiros en Occidente; de brucolacos, en Medio Oriente, y de katakhanes, en Ceilán, a los hombres muertos y sepultados desde hace muchos días que regresan hablando, caminando, infectando los pueblos, maltratando a los hombres y a los animales y, sobre todo, sorbiendo su sangre, debilitándolos y causándoles la muerte. Nadie puede librarse de su peligrosa visita si no es exhumándolos, cortándoles la cabeza y arrancándoles y quemándoles el corazón. Aquellos que mueren por causa del vampiro, se convierten a su vez en vampiros (apud Robbins, 1999: 3-4).



Harenberg había publicado Pensamientos cristianos y sabios sobre el vampiro. Pocos años después, en 1764, Voltaire ridiculiza a Calmet en su Diccionario filosófico y alude al vampirismo como una manera irónica de referirse a la explotación.
En esta sintética definición se hallan presentes las características convencionalizadas a través de los estudios científicos y las obras literarias.


Éstas surgieron, como se señaló, a lo largo del siglo XVIII. Se atribuye al poeta alemán Gottfried August Bürger el primer tratamiento literario del vampirismo en su poema “Lenore”, publicado en 1774. A partir de allí, los años comprendidos hasta la conclusión del siglo XIX estuvieron atravesados por infinitas apariciones de éste. En 1797, Goethe publicó su célebre poema “La novia de Corinto” (“Die Braut von Korinth”). Ese mismo año, en Inglaterra Samuel Taylor Coleridge publicó “Christabel”, el primer poema vampírico en lengua inglesa y en 1800, Robert Southey publicó “Thalaba, el destructor” (“Thalaba, The Destroyer”). 
En el cruce del siglo XVIII al XIX se produjeron dos cambios significativos. Por un lado, el vampirismo se apropió de la narración en prosa. Por otro, en ese gesto de ocupación de la ficción narrativa moderna, como señalan Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert (2007), la leyenda adquirió su dimensión mítica. La expansión del vampirismo en el siglo XIX manifestó una nueva sensibilidad ante la muerte. La presencia atroz del resucitado indica con precisión que los nuevos poderes asignados a la razón no pudieron destituir ni las viejas figuras arcaicas ni el poderío de las pulsiones más bestiales de la naturaleza.  

Durante el siglo XIX, la presencia de los vampiros se manifestó en las distintas literaturas nacionales europeas. En 1819 se publicó el relato clave del vampirismo, El vampiro de Polidori. Su protagonista, Lord Ruthven, sería una presencia constante a partir de ese momento. El alemán E.T.A. Hoffmann publicó su cuento “Vampirismo” en 1823. En 1841, Alexei Tolstoi publicó en Rusia su nouvelle “Upires”. En Francia, en 1849 Alexandre Dumas publicó “La dama pálida” (“Histoire de la Dame pâle”) y en 1886 Guy de Maupassant publicó una de las cumbres del vampirismo decimonónico, “El horla” (“Le horla”).

En esa ola expansiva, uno de los relatos más sobresalientes es Carmilla, publicado por el irlandés Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), entre 1871 y 187297, en la revista The Dark  Blue. Carmilla implicó una de las instancias centrales en el proceso de establecimiento de las normas de la literatura vampírica98. Le Fanu da forma a una vampira femenina que erradica, con sus prácticas transgresivas, la pasividad de generaciones de doncellas perseguidas de la literatura gótica99. Si, como señala María Negroni, una de las recurrencias de la literatura de vampiros es que postula “una poética de la fusión que revela, en su revés, un pánico al deslizamiento del amor-pasión hacia la indefectible muerte” (Negroni, 1999: 217), Carmilla suma a esa fusión la desaparición de la diferencia genérica. En concordancia con la moral imperante en el siglo XIX, la nouvelle esquipara el lesbianismo al destino trágico de las razas malditas, ejemplificadas a la perfección por la comunidad pérfida de los vampiros. El terror despertado por este modelo femenino, alejado de la debilidad de las doncellas de Ann Radcliffe, sólo puede ser conjurado si su historia, inicialmente narrada por la joven Laura, deslumbrada ante la seducción de Carmilla, es apropiada luego por los relatos de los representantes del orden social y cultural: el padre de Laura; el general Spielsdorf; el barón; el doctor y el cura. En contraposición a este frente del poder institucional, Carmilla encarna el desafío revulsivo al conservadurismo moral del siglo XIX. Al mismo tiempo, la unión propuesta por Le Fanu entre la sangre, la juventud y las enfermedades anticipa las múltiples lecturas del mito vampírico que se fundarían sobre la idea de la peste y tendrían en la figura del vampiro a su propagador.



95 Se trata del cuento de la jornada nonigentésima cuadragesimal.

96 Algunos años antes, en 1733, el teólogo protestante e historiador Johann Christoph


97 Luego de su aparición en esta revista, fue publicada dentro de In a Glass Darkly, una recopilación de cinco relatos góticos de Le Fanu. Más allá de la aceptable repercusión obtenida en su momento, Le Fanu había sido olvidado hasta la recuperación de sus cuentos realizada por M.R. James y su publicación parcial en El fantasma de Madame Crowl y otros cuentos (Madam Crowl’s Ghost) en 1923.

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